El viejo espejo: cómo mi esposo y mi madre finalmente se reconciliaron

—¿Por qué nadie contesta? —susurré, sintiendo cómo el eco de mi propia voz rebotaba en las paredes del departamento. El reloj marcaba las 10:37 p.m. y la ciudad de Guadalajara parecía dormir bajo una manta de calor y humedad. Dejé caer mi bolso sobre la mesa y recorrí el pasillo con pasos inseguros.

—¿Mamá? ¿Baruc? —llamé otra vez, pero sólo el zumbido del ventilador respondió. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi corazón latía con fuerza; desde hacía meses, la tensión entre mi esposo y mi madre era como una cuerda a punto de romperse. Mi madre, doña Carmen, siempre tan orgullosa y controladora, nunca aceptó del todo a Baruc, mi esposo desde hace tres años. Él, por su parte, no soportaba sus críticas ni sus indirectas sobre su trabajo en el taller mecánico.

Me asomé al cuarto de mamá: la cama estaba tendida, pero su chal reposa sobre la silla. En la cocina, los platos del desayuno seguían en el fregadero. «¿Se habrá ido? ¿Habrá pasado algo?». Salí al patio trasero, donde el viejo espejo de marco dorado —herencia de mi abuela— reflejaba la luz mortecina del farol. Fue entonces cuando escuché voces apagadas que venían del garaje.

Me acerqué despacio, temiendo lo peor. La puerta estaba entreabierta y vi a Baruc sentado en el piso, con la espalda apoyada en la pared, y a mi madre frente a él, sujetando el espejo entre sus manos arrugadas.

—¿Por qué te empeñas en guardar cosas rotas? —decía ella, con voz temblorosa.

—No está roto, doña Carmen. Sólo necesita un poco de cariño —respondió Baruc, limpiando el polvo del marco con un trapo.

—Como todo en esta casa —replicó mamá, bajando la mirada.

Me quedé inmóvil, espiando esa escena tan íntima como dolorosa. Era la primera vez que los veía hablar sin gritos ni reproches. El espejo parecía unirlos en una tregua silenciosa.

—¿Sabe? —dijo Baruc tras un largo silencio—. Cuando era niño, mi mamá tenía uno igualito. Decía que los espejos guardan los secretos de la familia.

Mamá suspiró. —Tu madre era sabia. Yo… yo también guardo secretos. Cosas que nunca le conté a Kinga porque pensé que así la protegía.

Sentí un nudo en la garganta. ¿De qué secretos hablaban? ¿Qué más podía haber entre ellos además del rencor?

Baruc se levantó despacio y apoyó una mano en el hombro de mamá. —Doña Carmen, yo sé que usted no me quiere mucho…

—No digas eso —lo interrumpió ella, con lágrimas en los ojos—. No es que no te quiera… Es que tengo miedo de perder a mi hija. Siempre tuve miedo de quedarme sola.

El silencio volvió a caer sobre ellos como una manta pesada. Yo quería entrar y abrazarlos a los dos, pero algo me detuvo: necesitaban ese momento sin testigos.

Baruc se agachó junto al espejo y empezó a ajustar el marco con sus herramientas. —A veces uno arregla cosas viejas porque tiene miedo de enfrentar lo nuevo —dijo—. Pero si no intentamos reparar lo que está roto… sólo seguimos acumulando pedazos.

Mamá lo miró largo rato antes de hablar: —Yo también estoy rota por dentro desde que tu suegro murió. Y nunca supe cómo pedir ayuda.

Baruc sonrió apenas. —Tal vez podamos ayudarnos los tres… si usted quiere.

No pude contenerme más. Entré al garaje con lágrimas en los ojos y me arrodillé junto a ellos.

—No quiero más peleas —dije—. No quiero elegir entre ustedes dos. Somos familia, aunque nos duela.

Mamá me abrazó fuerte y Baruc nos envolvió a las dos con sus brazos manchados de grasa y amor. El espejo reflejó nuestras caras cansadas pero sinceras.

Esa noche hablamos hasta el amanecer: mamá confesó que había vendido parte de las joyas familiares para pagar mis estudios; Baruc contó cómo su padre lo abandonó cuando era niño y por eso le costaba confiar en las figuras maternas; yo les confesé mi miedo a fracasar como hija y como esposa.

El viejo espejo quedó colgado en la sala como símbolo de nuestra reconciliación. Cada vez que lo miro, veo no sólo nuestros rostros sino también nuestras heridas y cicatrices compartidas.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias latinoamericanas viven atrapadas entre el orgullo y el miedo? ¿Cuántos secretos guardamos creyendo que así protegemos a quienes amamos? ¿Y si nos atreviéramos a mirarnos de verdad… qué veríamos reflejado en nuestro propio espejo?