Herencia envenenada: El día que mi familia se rompió

—¿Por qué tienes que ser siempre tan egoísta, Marta? —La voz de mi hermano Luis retumbó en el salón, haciendo vibrar las paredes como si fueran de papel.

Me quedé helada, con la carpeta de papeles entre las manos. Mi madre, sentada en el sillón de terciopelo verde que fue de mi abuela, apretaba los labios y miraba al suelo. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si el cielo quisiera participar en nuestra discusión.

No era la primera vez que discutíamos por la herencia de papá, pero sí la más amarga. Desde que él murió hace seis meses, todo en casa parecía estar cubierto por una capa de polvo y resentimiento. La casa, el piso en Lavapiés, el pequeño terreno en Toledo… Todo lo que había sido motivo de orgullo ahora era una carga insoportable.

—No es cuestión de egoísmo, Luis —respondí, intentando mantener la calma—. Lo único que quiero es que las cosas se hagan bien. Papá dejó claro en el testamento que la casa era para los tres.

Luis bufó y se levantó de golpe. Caminó nervioso por el salón, esquivando las cajas llenas de recuerdos que aún no habíamos tenido valor de abrir. Mi madre seguía callada, con las manos temblorosas sobre el regazo.

—¿Y qué quieres hacer? ¿Venderlo todo y repartir el dinero? ¿Tirar a la basura la vida de papá? —me espetó Luis, con los ojos enrojecidos.

Sentí un nudo en la garganta. Yo tampoco quería venderlo todo, pero tampoco podía permitirme quedarme con una casa que no podía mantener. Mi trabajo como profesora interina apenas me daba para llegar a fin de mes, y Luis, aunque siempre presumía de su puesto en el banco, llevaba meses sin trabajo y sin decírselo a mamá.

—No es tan sencillo —susurré—. Si nos quedamos con la casa, ¿quién va a pagar el IBI? ¿Las reparaciones? Mamá no puede sola…

Mi madre levantó la cabeza por fin. Sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas.

—No quiero que discutáis por esto —dijo con voz ronca—. Vuestro padre estaría destrozado si os viera así.

El silencio cayó como una losa. Por un momento, solo se oía el tic-tac del reloj y la lluvia incesante. Recordé las tardes de domingo en este mismo salón, cuando papá nos leía cuentos o discutía con Luis sobre fútbol. Todo parecía tan lejano ahora…

Luis se dejó caer en una silla y se tapó la cara con las manos.

—No puedo más —murmuró—. No quiero perderos también a vosotras.

Me acerqué y le puse una mano en el hombro. Sentí su cuerpo temblar bajo mi palma. Mamá se levantó despacio y se sentó a nuestro lado.

—Quizá deberíamos hablar con un abogado —sugerí—. Alguien que nos ayude a ver las cosas con claridad…

Luis asintió sin mirarme. Mamá suspiró y me acarició el pelo como cuando era niña.

—Lo importante es que sigamos siendo una familia —dijo—. El dinero va y viene, pero vosotros sois lo único que me queda.

Me mordí el labio para no llorar. Sabía que tenía razón, pero también sabía que las heridas tardarían en curarse. La herencia no era solo dinero o ladrillos: era todo lo que habíamos perdido y lo poco que nos quedaba.

Esa noche, después de que Luis y mamá se marcharan, me quedé sola en el salón. Abrí una caja al azar y encontré una foto antigua: los cuatro en la playa de Sanlúcar, riendo bajo el sol. Me pregunté si algún día podríamos volver a ser esa familia.

¿Vale la pena perderlo todo por un puñado de euros? ¿O es posible encontrar un camino para sanar juntos? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?