¿En qué momento una madre se convierte en estorbo?
—Mamá, ¿puedes dejar de meterte en todo?— La voz de Sergio retumbó en el pasillo, cortando el aire como un cuchillo. Yo estaba en la cocina, removiendo el puchero, y sentí cómo el calor del fuego se mezclaba con el ardor de sus palabras. Me quedé quieta, con la cuchara en la mano, mirando el vapor que subía, intentando no llorar.
No era la primera vez que discutíamos, pero nunca me había dolido tanto. Desde que Sergio y Lucía se mudaron a la parte de arriba de la casa, todo había cambiado. Yo les cedí la mitad cuando él se casó, pensando que así podrían ahorrar y criar a mis nietos cerca de mí. En el pueblo, eso siempre se había hecho así: los padres ayudaban a los hijos, y los hijos cuidaban de los padres. Pero ahora… ahora parecía que yo era un estorbo.
Recuerdo cuando Sergio era pequeño y venía corriendo a mis brazos después del colegio. “Mamá, ¿me haces tortilla?” Y yo le preparaba su favorita, con cebolla bien pochada. Ahora apenas me mira. Lucía, su mujer, es educada pero distante. Siempre tiene prisa, siempre está ocupada. Mis nietos, Pablo y Marta, me saludan con un beso rápido antes de encerrarse en sus habitaciones con las tablets.
—No es por ti, mamá —me dijo Sergio una noche, cuando intenté hablar con él—. Pero necesitamos nuestro espacio. No puedes estar pendiente de todo lo que hacemos.
—¿Pendiente? Solo os he preguntado si queríais cenar conmigo…
—Eso. Que siempre estás ahí. No nos dejas respirar.
Me fui a mi cuarto y cerré la puerta suavemente. Me senté en la cama y miré las fotos antiguas: Sergio con su uniforme del colegio, Sergio en la playa con su padre (mi difunto Antonio), Sergio el día de su boda. ¿En qué momento me convertí en una molestia?
Al día siguiente, fui al mercado como cada jueves. Saludé a Rosario, la frutera, y a Manolo el carnicero. Todos me preguntaron por la familia. “Bien”, mentí. Nadie quiere oír que tu hijo te ignora en tu propia casa.
Por las tardes, intento ocuparme con el jardín. Las rosas están preciosas este año, pero nadie las mira. A veces escucho a Lucía hablando por teléfono en voz baja: “Es que tu madre no entiende que ya no puede controlarlo todo”. Me duele más de lo que quiero admitir.
Una noche escuché una discusión arriba:
—No podemos seguir así, Sergio. Tu madre está siempre ahí. No tenemos intimidad.
—¿Y qué quieres que haga? Es su casa también.
—Pues que se busque otra cosa. Una residencia o algo.
Sentí un frío recorriéndome la espalda. ¿Eso era lo que querían? ¿Que me fuera? ¿Después de todo lo que he hecho por ellos?
Al día siguiente, intenté hablarlo con Sergio:
—Hijo, si os molesto tanto… puedo buscarme un piso pequeño en el pueblo.
Él me miró sorprendido, casi ofendido:
—No digas tonterías, mamá. Solo necesitamos un poco de espacio.
Pero el daño ya estaba hecho. Desde entonces, evito salir del salón cuando ellos están en casa. Como sola muchas noches. Me siento invisible.
Un domingo vino mi hermana Pilar a visitarme. Le conté lo que pasaba y me abrazó fuerte:
—Carmen, tú has dado todo por ese chico. No te mereces esto.
Pero yo no quiero pelearme con mi hijo. Solo quiero sentirme querida, útil… ¿Es mucho pedir?
La semana pasada fue mi cumpleaños. Nadie se acordó hasta la tarde. Sergio bajó con una tarta del supermercado y Pablo me dio un dibujo hecho a toda prisa. Fingí alegría, pero por dentro sentí un vacío enorme.
Esa noche escribí una carta que nunca entregué:
“Querido Sergio,
Sé que ya no soy imprescindible en tu vida. Sé que tienes tu familia y tus problemas. Pero yo sigo siendo tu madre y solo quiero estar cerca de vosotros sin ser una carga…”
La guardé en el cajón junto a las fotos antiguas.
Hoy he salido al jardín temprano y he visto a Marta jugando sola con una muñeca rota. Me he acercado y le he preguntado si quería que le ayudara a arreglarla. Me ha mirado sorprendida y ha dicho sí con timidez. Mientras cosía el vestido de la muñeca, he sentido una paz extraña: quizá aún puedo ser útil para alguien.
Por la tarde he decidido apuntarme al taller de costura del centro social del pueblo. Quizá allí encuentre compañía y vuelva a sentirme viva.
Ahora escribo esto sentada junto a la ventana, viendo cómo cae la tarde sobre los tejados rojos del pueblo. Me pregunto: ¿En qué momento una madre se convierte en estorbo para su propio hijo? ¿Realmente merecemos terminar así después de haberlo dado todo?
¿Vosotros qué pensáis? ¿De verdad una madre puede llegar a ser un problema para sus hijos?