¿Por qué siempre hay más para ella? – Mi lucha por la justicia en la familia de mi marido

—¿Otra vez para Carmen? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras veía cómo mi suegra, Rosario, metía discretamente un sobre en el bolso de su hija.

Miguel me miró de reojo, incómodo. El aire en la cocina olía a tortilla de patatas recién hecha y a algo más: a injusticia. Yo sostenía un tarro de pepinillos caseros, el «regalo» que siempre nos tocaba a nosotros. Carmen, sentada al otro lado de la mesa, sonreía con esa seguridad de quien nunca ha tenido que luchar por el cariño de su madre.

No era la primera vez. Desde que me casé con Miguel hace siete años, cada visita al pueblo era una repetición del mismo teatro. Nosotros llegábamos temprano, ayudábamos a limpiar el gallinero, a recoger tomates y a arreglar la verja del jardín. Carmen llegaba tarde, con las uñas recién hechas y el móvil pegado a la oreja. Y sin embargo, era ella quien se llevaba los sobres con dinero, los pendientes de oro de la abuela y hasta el coche viejo cuando Rosario decidió cambiarlo.

Al principio intenté no darle importancia. «Son cosas de madres e hijas», me decía mi amiga Lucía cuando le contaba mis frustraciones por WhatsApp. Pero con el tiempo, la herida se fue haciendo más profunda. Empecé a preguntarme si alguna vez sería realmente parte de esa familia o si siempre sería la forastera, la nuera que sólo sirve para trabajar y sonreír.

Recuerdo una tarde especialmente dura. Habíamos pasado todo el día limpiando el desván. Miguel estaba empapado en sudor y yo tenía las manos llenas de polvo y arañazos. Cuando bajamos a la cocina, Rosario nos esperaba con dos platos de sopa y una sonrisa forzada.

—Carmen no puede venir hoy, está muy ocupada —dijo, como si eso justificara algo.

—¿Y quién se va a llevar los melocotones que hemos recogido? —pregunté.

Rosario ni siquiera dudó:

—Se los guardo para ella. Le encantan.

Miguel bajó la cabeza. Yo sentí una punzada en el pecho. ¿Para qué tanto esfuerzo si ni siquiera éramos capaces de ganarnos un poco de reconocimiento?

Las discusiones entre Miguel y yo empezaron a ser más frecuentes. Él intentaba justificarlo todo:

—Mi madre es así, no lo hace con mala intención.

Pero yo ya no podía más. Una noche, después de otra visita en la que Carmen se fue con una caja llena de ropa nueva y nosotros con tres botes de mermelada, exploté:

—¿Por qué para ella siempre hay más? ¿Por qué nunca somos suficientes?

Miguel se quedó callado. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido a la vergüenza.

La situación llegó al límite el día del cumpleaños de Rosario. Habíamos comprado entre los dos un pañuelo precioso y una caja de bombones artesanos. Carmen llegó tarde, como siempre, pero traía un perfume caro y un ramo enorme de flores. Rosario abrió nuestros regalos primero:

—¡Qué bonito! Muchas gracias —dijo sin apenas mirarlos.

Cuando abrió el regalo de Carmen, se le iluminaron los ojos y la abrazó durante largo rato.

—¡Ay, hija mía! ¡Tú sí que sabes lo que me gusta!

Sentí cómo se me encogía el estómago. Me levanté y salí al jardín para que nadie viera las lágrimas que luchaban por salir.

Esa noche no pude dormir. Me preguntaba si estaba exagerando, si era yo la que tenía el problema. Pero al mirar a Miguel, vi que él también estaba herido. Decidimos hablarlo con Rosario al día siguiente.

—Rosario —empecé con voz temblorosa—, quería hablar contigo sobre cómo me siento en esta familia.

Ella me miró sorprendida.

—Siempre intento ayudar, estar presente… pero siento que nunca es suficiente. Que por mucho que haga, siempre hay más para Carmen.

Rosario suspiró y bajó la mirada.

—No te lo tomes así, hija. Carmen ha pasado por momentos difíciles…

—¿Y nosotros no? —interrumpió Miguel por primera vez en años—. Siempre estamos aquí cuando nos necesitas.

El silencio fue pesado como una losa. Rosario no supo qué decir. Carmen apareció en ese momento en la puerta y nos miró como si fuéramos unos locos.

—¿Qué pasa aquí?

Miguel se levantó y me tomó de la mano.

—Nada, sólo que estamos cansados de ser invisibles —dijo con voz firme.

Esa fue la última vez que fuimos al pueblo durante meses. Rosario nos llamó varias veces, pero yo necesitaba distancia para curar mis heridas y pensar en lo que realmente quería para mi vida y mi matrimonio.

Con el tiempo, Rosario empezó a cambiar pequeños gestos: un mensaje preguntando cómo estábamos, una cesta con productos del huerto sólo para nosotros… No era mucho, pero era un comienzo.

Aún hoy me pregunto si alguna vez podré sentirme parte de esa familia o si siempre habrá una barrera invisible entre nosotras. ¿Cuántas personas más viven situaciones como la mía? ¿Por qué en tantas familias españolas sigue existiendo ese favoritismo tan doloroso?

A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿merece la pena luchar por un lugar en una familia que nunca te aceptará del todo? ¿O es mejor construir tu propio hogar donde todos sean valorados por igual?