Cuando Lucía Me Echó al Sofá – Pero ¡Si Este Piso Es Mío!

—¿De verdad, Lucía? ¿Otra vez? —mi voz temblaba, pero no era de frío. Era de rabia contenida. Ella ni siquiera levantó la vista del móvil.

—No empieces, Sergio. Hoy no puedo con tus dramas —me respondió, sentada en el sofá, con las piernas recogidas y la manta que yo mismo había comprado en El Corte Inglés.

Miré alrededor. Mi piso, mi refugio desde hacía años, olía a su perfume y estaba lleno de sus cosas: sus libros de autoayuda en la estantería, sus plantas en el balcón, su ropa colgada en mi armario. Y ahora, después de una discusión absurda sobre quién había dejado los platos sin fregar, me decía que durmiera en el sofá. En mi propia casa.

Me quedé de pie en el pasillo, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta. Recordé cuando firmé la hipoteca con mi padre de avalista, el miedo y el orgullo mezclados al recibir las llaves. Todo eso parecía tan lejano ahora.

—Lucía, este piso es mío —dije, intentando sonar firme.

Ella soltó una risa seca.

—Pues si es tuyo, cuídalo mejor. Yo no pienso dormir con alguien que me grita por unos platos.

Me mordí el labio. No quería gritarle más. No quería ser ese hombre. Pero tampoco quería sentirme un invitado en mi propia casa. Me senté en el borde del sofá, sin saber si llorar o reírme de la situación.

Esa noche dormí mal, encogido entre cojines y mantas que olían a suavizante barato. Oí cómo Lucía cerraba la puerta del dormitorio con un portazo. Me sentí solo y humillado.

Al día siguiente, fui al trabajo como un zombi. Mi compañero Álvaro me miró con preocupación.

—¿Te pasa algo? —preguntó mientras nos tomábamos un café en la máquina del pasillo.

—Nada… cosas de pareja —respondí, bajando la mirada.

Él asintió, pero no insistió. En España todos sabemos que lo que pasa en casa se queda en casa. Pero yo sentía que me ahogaba.

Los días siguientes fueron una sucesión de pequeñas guerras: discusiones por la compra, por la televisión, por las visitas de sus amigas. Lucía invitaba a quien quería sin consultarme. Un sábado llegué y encontré a su prima Marta ocupando mi baño y a su amigo Rubén durmiendo en MI cama. Yo otra vez al sofá.

Una noche, después de otra pelea absurda, llamé a mi madre.

—Mamá, ¿alguna vez te has sentido fuera de lugar en tu propia casa? —pregunté con voz rota.

Ella suspiró al otro lado del teléfono.

—Sergio, hijo… una casa no es solo ladrillos. Es respeto. Si no lo tienes, ¿qué te queda?

Colgué y me quedé mirando el techo del salón. ¿Cuándo había dejado de poner límites? ¿Cuándo había empezado a ceder tanto que ya no quedaba nada mío?

Lucía entró en el salón sin mirarme.

—Mañana viene mi madre a comer. Haz tú la compra, ¿vale? —ordenó como si yo fuera su asistente.

Me levanté de golpe.

—No, Lucía. Mañana no viene nadie. Y tú tampoco te quedas aquí si sigues tratándome así.

Ella se giró sorprendida.

—¿Qué te pasa ahora? ¿Te crees más hombre por ponerte chulo?

Sentí una mezcla de miedo y alivio al escuchar mis propias palabras:

—No es cuestión de ser más hombre o menos. Es cuestión de respeto. Este piso es mi casa y yo también tengo derecho a sentirme bien aquí.

Por primera vez en meses vi duda en sus ojos. Pero enseguida volvió a su tono frío.

—Haz lo que quieras —dijo antes de encerrarse en el dormitorio.

Esa noche dormí poco, pero por primera vez en mucho tiempo sentí que había recuperado algo de mí mismo.

Al día siguiente Lucía se fue temprano sin decir adiós. El piso estaba silencioso, casi vacío sin su presencia ruidosa. Me senté en la cocina con un café y llamé a mi amigo Pablo.

—Tío, ¿te acuerdas cuando decías que vivir juntos era la prueba definitiva? Pues creo que he suspendido —le confesé entre risas amargas.

Pablo se quedó callado un momento antes de responder:

—No has suspendido nada, Sergio. Has aprendido dónde están tus límites. Eso es mucho más difícil que aprobar un examen.

Durante semanas Lucía y yo apenas hablamos. Ella venía solo a recoger cosas o a dormir alguna noche cuando le venía bien. Yo empecé a recuperar mi espacio: volví a invitar a mis amigos, cambié las sábanas, abrí las ventanas para que entrara aire nuevo.

Un día encontré una nota suya sobre la mesa:

«Sergio: No sé si esto tiene arreglo. Quizá nos hemos hecho daño sin querer. Pero yo tampoco quiero vivir así. Me voy unos días a casa de mis padres. Cuídate.»

Me quedé mirando la nota largo rato. Sentí tristeza, pero también alivio. Por fin podía respirar en mi propia casa.

Hoy escribo esto desde el mismo sofá donde tantas noches dormí desterrado. El piso vuelve a oler a café y a pan tostado por las mañanas. He aprendido que amar no significa desaparecer ni dejarse pisar.

A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros hemos perdido nuestro sitio por miedo al conflicto? ¿Cuándo dejamos de defender lo que es nuestro por miedo a estar solos?