Cuando la familia de mi marido invade mi casa: el cumpleaños que lo cambió todo
—¿Otra vez, Lucía? ¿De verdad vas a hacer todo tú sola? —La voz de mi hermana Marta resonaba en el altavoz del móvil mientras yo, cuchillo en mano, picaba cebolla para la tortilla de patatas. El olor a aceite caliente ya impregnaba la cocina. Era 7 de marzo, víspera del cumpleaños de mi marido, Fernando, y como cada año desde que nos casamos, su familia estaba a punto de invadir nuestra casa.
No era una exageración: invadir. Porque nunca llamaban antes, nunca preguntaban si podían venir. Simplemente aparecían. Su madre, Rosario, con su voz de mando y su bolso enorme; su hermana Carmen, que siempre traía a sus tres hijos hiperactivos; su hermano Luis, que se sentaba en el sofá y no se movía ni para poner la mesa. Y yo… yo pasaba dos días cocinando como si fuera Nochebuena, mientras ellos se reían en el salón y Fernando me decía: “Cariño, es solo una vez al año”.
Pero este año iba a ser diferente. Este año no iba a dejar que me pisotearan. Había preparado un plan: nada de comida casera, nada de horas sudando frente a los fogones. Había encargado comida en un restaurante local —croquetas, empanadillas, ensaladilla rusa— y había comprado una tarta en la pastelería del barrio. Todo listo para calentar y servir. Por primera vez en diez años, pensaba sentarme con ellos y disfrutar del cumpleaños de mi marido.
El timbre sonó a las doce en punto. Fernando abrió la puerta y entraron todos como una avalancha. Rosario me saludó con dos besos y un comentario envenenado:
—¡Ay, Lucía! ¿Ya estás liada en la cocina? ¡Qué apañada eres! No sé cómo te las arreglas cada año…
Le sonreí con los dientes apretados. Carmen dejó las mochilas de los niños en el pasillo y gritó:
—¡Mamá! ¿Dónde están los globos? ¿Has hecho tu famosa paella?
—Este año no hay paella —dije, intentando sonar alegre—. He pedido comida al restaurante de la esquina. Así todos podemos disfrutar juntos.
El silencio fue inmediato. Rosario me miró como si hubiera anunciado que iba a servir comida congelada del supermercado.
—¿Comida encargada? —repitió, con una ceja levantada—. Bueno… supongo que será más cómodo para ti.
Fernando me lanzó una mirada nerviosa. Sabía que estaba rompiendo una tradición no escrita, pero no pensaba dar marcha atrás.
La comida llegó puntual y la coloqué en bandejas sobre la mesa del comedor. Los niños protestaron porque no había pizza ni nuggets. Luis preguntó si había cerveza fría. Carmen susurró algo al oído de su madre y ambas me miraron con desaprobación.
Durante la comida, intenté integrarme en las conversaciones, pero todo giraba en torno a anécdotas familiares que yo ya había escuchado mil veces. Fernando apenas me dirigía la palabra; estaba demasiado ocupado riendo con su hermano.
Cuando llegó el momento de la tarta, Rosario se levantó y anunció:
—Bueno, Lucía, este año ha sido… diferente. Pero ya sabes que a Fernando le encanta tu tarta de queso. ¿No la has hecho?
Sentí cómo se me encogía el estómago.
—No, Rosario. Este año he comprado una tarta de chocolate.
Rosario suspiró teatralmente y se sentó de nuevo. Nadie aplaudió cuando apagué las velas junto a Fernando; nadie me dio las gracias por organizarlo todo.
Al terminar, recogí los platos mientras escuchaba cómo Carmen criticaba en voz baja la comida “de fuera” y cómo Rosario le decía a Fernando:
—Hijo, deberías hablar con Lucía. Estas cosas no son lo mismo si no se hacen con cariño.
Fernando vino a ayudarme a fregar los platos (por primera vez en años) y me susurró:
—¿Por qué has cambiado todo? Mi madre está molesta…
Me giré hacia él, conteniendo las lágrimas.
—¿Y yo? ¿A nadie le importa cómo me siento yo cada año?
Él bajó la mirada y no respondió.
Esa noche, cuando por fin se fueron todos y la casa quedó en silencio, me senté sola en el sofá. Miré las sobras frías sobre la mesa y sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que ser siempre yo la que cediera? ¿Por qué mi esfuerzo nunca era suficiente?
Al día siguiente, Marta vino a verme y me abrazó fuerte.
—Has hecho bien —me dijo—. Algún día tendrán que entender que tú también cuentas.
Pero mientras miraba a Fernando desayunar en silencio, supe que algo se había roto entre nosotros. No era solo por la comida o por la tarta; era por todos esos años en los que nadie se había preguntado cómo me sentía yo.
Ahora os pregunto: ¿cuántas veces tenemos que renunciar a nosotros mismos para complacer a los demás? ¿Dónde está el límite entre el amor y el sacrificio?