Milagro en Nochebuena: El latido que volvió a casa

—¡No puede ser! ¡No puede ser!—grité mientras veía cómo los médicos rodeaban a mi mujer, Marta, en la sala de partos del Hospital Gregorio Marañón. El reloj marcaba las 23:47 del 24 de diciembre. Afuera, Madrid estaba envuelta en una calma helada, pero dentro de esa habitación el tiempo se había detenido.

—Señor, por favor, salga un momento—me pidió una enfermera con voz temblorosa. Pero yo no podía moverme. Sentía las piernas clavadas al suelo, el corazón golpeando tan fuerte que apenas podía oír los gritos ahogados de Marta.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no llora?—preguntó ella, con lágrimas en los ojos, mientras apretaba mi mano con una fuerza que nunca le había conocido.

Nadie respondía. Solo se escuchaba el pitido monótono de una máquina y las órdenes rápidas del doctor Ramiro:

—¡Adrenalina! ¡Rápido! ¡No hay latido!—

En ese instante, sentí que el mundo se partía en dos. Habíamos esperado nueve meses a Lucía. Habíamos pintado su habitación de amarillo, comprado su cuna en El Corte Inglés y discutido durante semanas si la abuela Carmen o la tía Pilar serían las primeras en verla. Todo eso parecía tan absurdo ahora.

Vi cómo sacaban a Lucía, pequeña y azulada, sin un solo llanto. Marta sollozaba y yo solo podía mirar, impotente. Los minutos se hicieron eternos. Los médicos trabajaban en silencio, sudando bajo las luces blancas. Yo rezaba, aunque hacía años que había dejado de creer.

—Por favor, Lucía…—susurré—. No nos hagas esto…

De repente, un sonido débil rompió el silencio: un llanto frágil, casi imperceptible. El doctor Ramiro levantó la cabeza y sonrió por primera vez esa noche.

—¡Tenemos pulso!—exclamó.

Marta y yo nos abrazamos llorando. No sé cuánto tiempo pasó hasta que pude sostener a Lucía en mis brazos. Tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad, pero estaba viva. Sentí que me devolvían el alma al cuerpo.

Pero la pesadilla no terminó ahí. Lucía fue trasladada a la UCI neonatal. Los médicos no sabían si habría secuelas. Cada día era una montaña rusa: una mañana parecía mejorar, por la tarde tenía fiebre o dejaba de respirar bien. Marta apenas comía; yo me pasaba las noches sentado en el pasillo, mirando vídeos de bebés sanos en el móvil e imaginando cómo sería nuestra vida si Lucía no salía adelante.

La familia se volcó con nosotros. Mi madre venía todos los días con tuppers de cocido y croquetas, aunque nadie tenía hambre. Mi suegro, Antonio, intentaba animarnos con chistes malos sobre los Reyes Magos:

—Este año los Reyes traen pañales y biberones… si Lucía se porta bien.

Pero nadie reía mucho. Mi hermana Elena se ofreció a cuidar de nuestro hijo mayor, Pablo, que tenía seis años y preguntaba cada noche:

—¿Cuándo viene Lucía a casa?

No sabíamos qué responderle. A veces discutíamos por tonterías: Marta me reprochaba que no llorara lo suficiente; yo le decía que tenía que ser fuerte por Pablo. Una noche exploté:

—¡No soy de piedra! ¡Tengo miedo igual que tú!

Ella rompió a llorar y nos abrazamos en silencio, sintiendo que el dolor nos unía más que nunca.

Los días pasaban lentos. En el hospital conocimos a otras familias con historias parecidas: padres que llevaban semanas durmiendo en sillas incómodas, abuelos que rezaban rosarios enteros en la capilla del hospital. Compartíamos café malo y palabras de ánimo:

—Hoy ha sonreído…
—La tuya ya respira sola…

El 5 de enero, víspera de Reyes, el doctor Ramiro nos llamó aparte:

—Lucía está fuera de peligro. Podéis llevarla a casa mañana.

No lo creímos hasta tenerla en brazos, abrigada con un gorro rosa tejido por la abuela Carmen. Pablo saltaba de alegría:

—¡Ahora sí somos cuatro!

Esa noche cenamos todos juntos por primera vez desde Nochebuena. Marta miró a Lucía dormida y me susurró:

—¿Te das cuenta del milagro?

Yo asentí sin palabras. Habíamos pasado por el infierno y vuelto. Ahora cada latido de Lucía era un regalo.

A veces me pregunto por qué nos tocó vivir esto. ¿Fue suerte? ¿Milagro? ¿O simplemente la fuerza del amor y la ciencia? No lo sé… Pero cada vez que escucho a Lucía reírse en su cuna, siento que todo tiene sentido.

¿Y vosotros? ¿Creéis en los milagros o pensáis que todo es cuestión de casualidad? ¿Qué haríais si os encontraseis al borde del abismo como nosotros?