El precio de cuidar a mamá: Entre la culpa y la libertad

—¿Otra vez las lentejas, Lucía? ¿No ves que no me gustan?—. El plato tembló en sus manos artríticas antes de deslizarse por la mesa, dejando una mancha marrón sobre el mantel de flores. Mi madre, Carmen, me miró con ese gesto agrio que se le había quedado fijo desde que papá murió. Yo apreté los labios, conteniendo las lágrimas y el cansancio. Eran las dos de la tarde de un martes cualquiera en nuestro piso de Vallecas, pero para mí era como si el tiempo se hubiera detenido en un bucle de reproches y rutinas.

Todo empezó hace un año, cuando mi hermano mayor, Álvaro, me llamó al móvil mientras yo salía del trabajo. —Lucía, mamá está peor. Ya no puede estar sola. Tú no tienes hijos ni pareja, podrías mudarte con ella una temporada—. Su voz sonaba firme, como si fuera lo más lógico del mundo. Yo tenía 36 años, un trabajo precario en una tienda de ropa y un piso compartido con amigas. No era la vida soñada, pero era mía. Sin embargo, la culpa me mordió por dentro: ¿cómo decir que no a mi propia madre?

—Vale, Álvaro. Lo haré—. No sé si fue valentía o cobardía. Quizá ambas.

Al principio pensé que sería temporal. Que mamá mejoraría o que mis hermanos se turnarían conmigo. Pero pronto quedó claro que yo era la única disponible. Mi hermana Marta vive en Barcelona y tiene tres hijos pequeños; Álvaro está siempre «muy liado» con el trabajo y su familia. Así que fui yo quien dejó todo para mudarse al piso de nuestra infancia, ese que ahora olía a medicamentos y a sopa recalentada.

Los días se convirtieron en una sucesión de tareas: pastillas a las ocho, desayuno a las nueve, paseo por el parque si hacía sol, comida a las dos, siesta forzosa, merienda, telebasura y cena temprana. Mamá se quejaba de todo: del sabor de la comida, del ruido de la tele, de mis amigas cuando venían a verme. —Con tu ayuda voy a tardar mucho en mejorar—, decía con sarcasmo cada vez que le llevaba algo distinto a su menú habitual.

Una tarde de domingo, mientras le cambiaba las medias de compresión, exploté:

—¿Por qué siempre tienes que criticarlo todo? Estoy haciendo lo mejor que puedo.

Ella me miró con esos ojos grises llenos de cansancio y resentimiento:

—Si tu padre estuviera aquí, no me tratarías así. Siempre fuiste la más egoísta.

Me mordí la lengua para no gritarle que yo era la única que estaba allí, que mis hermanos solo llamaban para preguntar si necesitaba algo (dinero nunca, claro). Que había dejado mi vida atrás para ser su sombra.

Las semanas pasaron y empecé a perderme a mí misma. Dejé de salir con mis amigas porque siempre había una excusa: mamá tenía fiebre, mamá no quería quedarse sola, mamá se había caído en el baño. Mi jefe empezó a mirarme mal por tantos cambios de turno. Una noche me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, pelo sin brillo, ropa vieja porque ya no tenía dinero para comprarme nada nuevo.

Un día llamé a Marta llorando:

—No puedo más. Siento que me estoy ahogando aquí.

Ella suspiró al otro lado del teléfono:

—Lo sé, Lucía… Pero yo tampoco puedo dejar a los niños. Habla con Álvaro.

Álvaro vino una tarde con su mujer y sus hijos. Se sentó en el sofá como si fuera una visita incómoda.

—Lucía, tienes que entenderlo: mamá te necesita más a ti. Eres la más paciente… Y bueno, tú no tienes tantas responsabilidades como nosotros.

Me hervía la sangre:

—¿Y mi vida? ¿Mis sueños? ¿Eso no cuenta?

Su mujer intervino:

—Todos tenemos que hacer sacrificios por la familia.

Pero yo era la única sacrificada.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Soñé con mi padre llevándome al Retiro los domingos, con risas y helados de limón. Me desperté con un nudo en el pecho y una decisión tomada: tenía que recuperar mi vida.

Empecé a buscar residencias para mayores sin decir nada a nadie. Me sentía traidora y liberada al mismo tiempo. Cuando encontré una plaza pública cerca del barrio, reuní a mis hermanos en casa.

—No puedo seguir así—les dije—. Mamá necesita cuidados profesionales y yo necesito volver a vivir.

Álvaro se enfadó:

—¡Eso es abandonarla! ¿Qué va a decir la familia?

Marta lloró en silencio.

Mamá me miró con desprecio:

—Siempre supe que acabarías haciendo esto.

Pero yo ya no podía más. Firmamos los papeles entre lágrimas y reproches. El día que llevamos a mamá a la residencia fue uno de los más duros de mi vida. Me sentí culpable durante semanas; cada vez que alguien preguntaba por ella bajaba la mirada.

Poco a poco empecé a reconstruirme: volví al trabajo a jornada completa, salí con mis amigas, incluso me atreví a apuntarme a clases de cerámica. A veces visito a mamá; hay días buenos y días malos. Mis hermanos siguen distantes conmigo, como si hubiera cometido una traición imperdonable.

A veces me pregunto: ¿Hice lo correcto? ¿Hasta dónde llega el deber hacia los padres? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por una familia que no siempre nos comprende?

¿Y vosotros? ¿Alguna vez os habéis sentido prisioneros del deber familiar? ¿Dónde pondríais el límite?