La soledad de Isabella: Hijos no son la cura para el vacío
—¿Y tus hijos, Isabella? —me preguntó Carmen, con esa mezcla de curiosidad y lástima que ya conozco demasiado bien. Estábamos sentadas en el banco del patio del centro de mayores de mi barrio en Salamanca, rodeadas de geranios y del murmullo de otras conversaciones. Sentí el peso de todas las veces que me han hecho esa pregunta, como si mi vida estuviera incompleta por no tener descendencia.
Me quedé callada unos segundos, mirando cómo el sol jugaba entre las hojas. Carmen insistió:
—¿Nunca te arrepentiste? ¿No te da miedo estar sola?
Quise gritarle que sí, que a veces la soledad me muerde los talones como un perro hambriento. Pero también quise decirle que no, que mi vida ha estado llena de otras cosas, de otros amores, aunque no fueran hijos. En vez de eso, suspiré y le respondí:
—La soledad no se cura con hijos, Carmen. Créeme.
Ella frunció el ceño, como si no pudiera comprenderlo. Y yo, por dentro, volví a repasar mi historia, esa que tantas veces he contado en silencio.
Nací en 1948, en un pueblo pequeño de Ávila. Mi madre era costurera y mi padre, agricultor. Éramos pobres, pero nunca nos faltó un plato de lentejas ni una canción en la radio. Desde niña supe que mi destino sería distinto al de mis primas: ellas soñaban con bodas blancas y cunas llenas; yo soñaba con viajar a Madrid, con leer libros prohibidos y con escribir cartas a poetas muertos.
A los dieciocho años me fui a la capital. Trabajé primero en una tienda de telas en Lavapiés, luego como secretaria en una gestoría cerca de Sol. Allí conocí a Luis, un hombre bueno pero marcado por la guerra y el miedo. Nos quisimos mucho, pero nunca hablamos en serio de tener hijos. Yo sentía que no era mi camino; él tampoco insistió.
Cuando cumplí treinta y cinco, mi madre enfermó y volví al pueblo para cuidarla. Las vecinas cuchicheaban:
—Isabella se ha quedado para vestir santos.
Mi tía Rosario me miraba con pena cada vez que venía a traerme huevos frescos:
—Aún estás a tiempo, hija. Un hijo te alegraría la vida.
Pero yo no sentía ese vacío del que todos hablaban. Me dolía más la mirada de mi madre cuando me veía leer en silencio junto a su cama:
—¿No te gustaría tener a alguien que te cuide cuando seas vieja?
Nunca supe qué responderle. ¿Acaso los hijos son garantía contra la soledad? Vi a tantas madres llorar por hijos que se marcharon lejos o que solo llamaban en Navidad…
Cuando mi madre murió, regresé a Madrid. Luis ya no estaba; se había ido con otra mujer más joven. Me dolió, pero aprendí a vivir sola. Llené mi piso de plantas y libros. Hice amigas: Teresa, la vecina del tercero; Pilar, la bibliotecaria; Manolo, el quiosquero que siempre tenía una palabra amable para mí.
Los años pasaron deprisa. Vi cómo mis amigas se convertían en abuelas y cómo sus casas se llenaban de nietos los domingos. A veces sentía una punzada de envidia cuando veía sus fotos familiares en el móvil. Pero también escuchaba sus quejas:
—Mi hija solo viene cuando necesita dinero.
—Los nietos ni me miran; están todo el día con las maquinitas.
Un día, Pilar me confesó entre lágrimas:
—Me siento invisible en mi propia casa.
Fue entonces cuando comprendí que la soledad no depende del número de hijos ni de nietos. Es un hueco que se instala dentro y que solo se llena con cariño verdadero, venga de donde venga.
Hace unos años me jubilé y vine a vivir a Salamanca, cerca de mi sobrina Lucía. Ella es como una hija para mí: me llama cada semana, me trae dulces caseros y me escucha sin juzgarme. Pero también tiene su vida, sus problemas, sus prisas.
En el centro de mayores encontré una nueva familia: Carmen con sus preguntas indiscretas; Antonio, viudo reciente que siempre trae chistes malos; María Jesús, que pinta acuarelas preciosas aunque le tiemble el pulso. Compartimos meriendas, excursiones al campo y tardes de bingo.
Pero hay noches en las que el silencio pesa más que nunca. Me tumbo en la cama y pienso en todo lo vivido y lo perdido. ¿Habría sido diferente si hubiese tenido hijos? ¿Me llamarían cada día? ¿Me abrazarían cuando tengo miedo?
Recuerdo una conversación con Lucía hace poco:
—Tía Isa —me dijo mientras me servía café—, tú has sido madre de muchos sin darte cuenta. Has cuidado de mí, has escuchado a tus amigas… Eso también es familia.
Lloré en silencio esa noche. Porque entendí que hay muchas formas de dar amor y recibirlo.
Hoy vuelvo al banco del centro y Carmen me mira esperando otra respuesta:
—¿No te arrepientes?
Le sonrío con ternura:
—No me arrepiento de haber vivido como quise. La soledad no se llena con hijos; se llena con personas que te quieren de verdad.
Y mientras el sol se pone tras los tejados rojos de Salamanca, me pregunto: ¿Por qué seguimos creyendo que solo hay una manera correcta de vivir? ¿No será hora ya de dejar atrás los prejuicios y abrazar todas las formas posibles de compañía?