Cuando tuve que pedir ayuda a Don Ricardo: El día que mi orgullo se rompió

—¡Mamá, por favor, tienes que comer algo! —le susurré, sosteniéndole la mano temblorosa mientras el reloj del salón marcaba las seis y media de la tarde. El sol de Madrid se colaba tímido por la ventana, pero en casa hacía frío. Mi hermano Lucas, con apenas nueve años, tosía en el sofá envuelto en una manta vieja. La nevera estaba casi vacía y el dinero no alcanzaba ni para las medicinas.

Ese día, el orgullo se me atragantó en la garganta. Mi madre, Carmen, siempre había sido fuerte: «No necesitamos favores de nadie, Sofía», repetía. Pero verla tan pálida, luchando por respirar, me rompió por dentro. Sabía que no podía esperar más. Miré a Lucas, sus ojos grandes y asustados, y supe lo que tenía que hacer.

Me puse el abrigo raído y crucé el descansillo. Al otro lado de la puerta vivía Don Ricardo, un hombre mayor, viudo desde hacía años, con fama de tacaño y distante. Nadie en el bloque se atrevía a pedirle nada. Su piso olía siempre a café caro y colonia fuerte. Respiré hondo y llamé al timbre.

—¿Quién es? —su voz sonó seca tras la puerta.

—Sofía… la hija de Carmen, del tercero B —contesté con un hilo de voz.

Unos segundos después, la puerta se abrió. Don Ricardo me miró de arriba abajo: mi abrigo viejo, mis ojos hinchados de llorar.

—¿Qué quieres?

Sentí cómo me ardían las mejillas. —Perdone que le moleste… Es que mi madre está muy enferma y mi hermano también… No tenemos para las medicinas ni para comer hoy… Yo… —me atraganté con las palabras.

Don Ricardo me observó en silencio. Sentí que el tiempo se detenía. ¿Me iba a cerrar la puerta en la cara? ¿Iba a humillarme?

Pero entonces, algo cambió en su mirada. Se apartó y me hizo un gesto para entrar. Dudé un segundo, pero pasé al recibidor. Todo estaba impecable: muebles brillantes, alfombras gruesas, cuadros antiguos.

—Siéntate —ordenó con voz grave.

Me senté en el borde del sofá, apretando las manos sobre las rodillas. Él desapareció unos minutos y volvió con una bandeja: café caliente y galletas.

—Come algo —dijo sin mirarme.

Las lágrimas me resbalaron por las mejillas mientras mordía una galleta. No recordaba la última vez que había probado algo dulce.

—¿Por qué no has venido antes? —preguntó de pronto.

—Mi madre… no quiere molestar… Siempre dice que hay que apañarse sola.

Don Ricardo suspiró. —La gente tiene demasiado orgullo. Yo también lo tuve una vez… hasta que perdí a mi mujer y me di cuenta de lo solo que estaba.

Me miró fijamente. —¿Qué necesitas exactamente?

—Comida… Y dinero para las medicinas de mi madre y Lucas… Yo busco trabajo pero no me cogen en ningún sitio…

Don Ricardo se levantó sin decir nada y fue a su despacho. Volvió con un sobre y una bolsa llena de comida: arroz, leche, pan, hasta chocolate.

—Toma esto. Y ven mañana otra vez si lo necesitas. Pero prométeme una cosa: no vuelvas a dejar que el orgullo os mate de hambre.

No supe qué decir. Solo pude abrazarle las manos y llorar en silencio.

Cuando volví a casa con la bolsa y el sobre, mi madre se echó a llorar. —¿Qué has hecho, Sofía? ¿Cómo te atreves a pedir limosna?

—No es limosna, mamá —le respondí con rabia contenida—. Es ayuda. Y si tú no puedes aceptarla por ti misma, acéptala por Lucas.

Mi hermano me miró con gratitud mientras devoraba un trozo de pan con chocolate. Aquella noche dormimos todos juntos en el sofá, abrazados como si el mundo fuera a romperse.

Al día siguiente volví a casa de Don Ricardo. Me abrió la puerta con una sonrisa tímida.

—¿Cómo está tu madre?

—Mejor… Gracias a usted.

Durante semanas fui cada tarde a verle. Me enseñó a hacer cuentas, a escribir currículums, incluso me habló de su juventud en Salamanca y de cómo perdió todo durante la crisis del 2008. Descubrí que detrás de su fachada dura había un hombre roto por la soledad.

Un día mi madre decidió acompañarme para darle las gracias. Fue una escena tensa: dos orgullos enfrentados en silencio. Pero Don Ricardo solo le ofreció un café y le habló de su mujer fallecida. Mi madre lloró por primera vez delante de alguien que no era de la familia.

Poco a poco, nuestra relación con él cambió todo en casa. Lucas empezó a sacar mejores notas porque Don Ricardo le ayudaba con los deberes. Mi madre recuperó fuerzas y consiguió un trabajo limpiando portales del barrio. Yo encontré trabajo como dependienta en una panadería gracias a una amiga suya.

Pero no todo fue fácil. Algunos vecinos empezaron a murmurar: «Mira las del tercero B, ahora se arriman al rico». Sentí vergüenza y rabia al escuchar esos comentarios en el ascensor o en la cola del supermercado.

Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Don Ricardo sentado solo en el banco del parque frente al portal. Me senté a su lado.

—¿Sabe? A veces pienso que nunca podré devolverle todo lo que ha hecho por nosotros —le dije.

Él sonrió tristemente.—No tienes que devolverme nada, Sofía. Solo prométeme que si algún día ves a alguien necesitado, no le des la espalda como hacen tantos.

El tiempo pasó y Don Ricardo enfermó gravemente aquel invierno. Estuvimos a su lado hasta el final. Cuando murió, nos dejó una carta: «Gracias por devolverme la familia que creí perdida».

Hoy sigo viviendo en ese piso pequeño con mi madre y Lucas ya adolescente. Cada vez que veo a alguien pedir ayuda en la calle o escucho a un vecino hablar mal de otro por necesidad, recuerdo aquel día en que crucé el descansillo temblando de miedo y vergüenza.

A veces me pregunto: ¿cuántas vidas podrían cambiar si todos fuéramos capaces de pedir ayuda cuando lo necesitamos? ¿Y si dejáramos el orgullo a un lado para tender la mano al vecino? ¿Tú qué habrías hecho en mi lugar?