¿Por qué me odias, si lo he dado todo por ti? Mi vida bajo el mismo techo que mi suegra en un pueblo de Chiapas
—¿Por qué me odias, Doña Rosa? —le pregunté con la voz quebrada, mientras el olor a café recién colado se mezclaba con el de la leña húmeda en la cocina. Mis manos temblaban, y el cuchillo con el que picaba cebolla para el desayuno casi se me resbaló. Ella ni siquiera levantó la vista de las tortillas que amasaba con fuerza sobre la mesa de madera gastada.
El gallo cantó afuera, como si quisiera romper el silencio que se había instalado entre nosotras desde hacía años. Mi esposo, Julián, aún dormía en la habitación contigua, ajeno a la guerra fría que se libraba cada mañana en su casa natal. Yo, Mariana López, llegué a este pueblo de Chiapas hace siete años, ilusionada por formar una familia y construir un hogar. Pero desde el primer día, sentí la mirada dura de Doña Rosa clavada en mi espalda, como si yo fuera una intrusa en su reino.
—¿Odios? No digas tonterías —murmuró al fin, sin mirarme—. Ponte a hacer lo que te toca.
Me mordí los labios para no llorar. No era la primera vez que me ignoraba o me respondía con desprecio. Pero hoy sentía que ya no podía más. Había soportado sus críticas por mi forma de cocinar, su desdén cuando lavaba la ropa en el río, sus comentarios venenosos sobre mi familia de San Cristóbal. «Tu madre nunca supo educarte», solía decirme cuando creía que no la escuchaba.
La vida aquí no era fácil. El pueblo era pequeño y todos se conocían. Las mujeres se reunían en la plaza los domingos para vender pan dulce y bordados; los hombres trabajaban en el campo o iban a la ciudad a buscar jornal. Yo intentaba encajar, pero siempre sentía que era «la forastera», la que no pertenecía del todo.
Julián era bueno conmigo, pero nunca se atrevía a contradecir a su madre. «Es que así es ella, Mariana, ya está grande y le cuesta cambiar», me decía cuando le contaba mis penas. Pero yo sabía que Doña Rosa no era así con todos: a su hija menor, Lucía, la trataba como a una reina; a mí, como a una sirvienta.
Una tarde, mientras recogía leña detrás de la casa, escuché a Doña Rosa hablando con su vecina, Doña Carmen:
—Esa muchacha no sirve para nada. Julián debió casarse con alguien de aquí, no con esa citadina presumida.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Por qué tanto odio? Yo me desvivía por ayudarla: le llevaba el desayuno a la cama cuando estaba enferma, le tejía chales para el frío, cuidaba de sus gallinas y hasta aprendí a hacer tamales como ella los hacía. Pero nada era suficiente.
Una noche de tormenta, mientras Julián estaba en la ciudad vendiendo café, Doña Rosa se enfermó de fiebre. Me pasé horas cuidándola, cambiándole los paños y rezando para que mejorara. Cuando al fin bajó la fiebre, apenas me dio las gracias. Al día siguiente le contó a todos en el pueblo que había sobrevivido sola.
El colmo llegó cuando nació mi hija, Camila. Yo esperaba que al menos el nacimiento de su nieta nos uniera. Pero Doña Rosa apenas la miró y murmuró: «Ojalá salga más bonita que su madre». Sentí cómo mi corazón se rompía un poco más.
A veces pensaba en irme. Empacar mis pocas cosas y regresar con mi familia a San Cristóbal. Pero Julián me necesitaba y yo amaba a mi hija más que a nada en el mundo. Además, ¿cómo iba a dejar mi hogar solo porque una mujer amargada no podía quererme?
Una mañana, mientras lavaba ropa en el río con otras mujeres del pueblo, escuché susurros detrás de mí:
—Dicen que Doña Rosa no quiere a Mariana porque cree que le quitó a su hijo —dijo una.
—No es eso —respondió otra—. Es porque Mariana estudió más que Julián y eso le molesta.
Me quedé pensando en esas palabras todo el día. ¿Sería cierto? Yo había terminado la prepa y Julián solo llegó hasta secundaria. Siempre traté de no hacerlo sentir menos, pero tal vez Doña Rosa veía en mí una amenaza para su autoridad.
Esa noche, después de acostar a Camila, me senté junto al fogón donde Doña Rosa tejía en silencio.
—Doña Rosa —dije suavemente—. Yo solo quiero entender qué hice mal. Si pudiera cambiar algo para llevarnos mejor…
Ella dejó de tejer y me miró por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos estaban llenos de cansancio y algo más: ¿tristeza? ¿Envidia?
—Tú no entiendes nada —susurró—. Cuando yo llegué aquí, nadie me ayudó. Mi suegra me hizo la vida imposible y yo tuve que aguantarme. Así es esto… Así ha sido siempre.
Me quedé helada. Por primera vez vi a Doña Rosa no como una enemiga, sino como una mujer herida por años de soledad y sacrificio.
—Pero eso no significa que tengamos que seguir igual —le dije con voz temblorosa—. Podemos cambiar las cosas entre nosotras.
Ella apartó la mirada y volvió a tejer sin decir nada más.
Los días pasaron y aunque nada parecía cambiar en la superficie, noté pequeños gestos: un plato servido sin mala cara, un consejo sobre cómo curar la tos de Camila, un silencio menos pesado durante las comidas.
A veces pienso que nunca lograré ganarme su cariño del todo. Pero también entiendo ahora que su odio no era solo hacia mí: era hacia una vida dura que nunca eligió y hacia un sistema donde las mujeres siempre cargan con todo.
Hoy vuelvo a preguntarme frente al espejo: ¿Por qué me odiaste tanto si lo di todo por ti? ¿Será posible romper este ciclo de dolor entre suegras y nueras? ¿O estamos condenadas a repetirlo generación tras generación?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han vivido algo parecido? ¿Cómo lograron sanar esas heridas familiares?