Una visita que lo cambió todo: ¿Cómo pudo abandonarla?

—¿Por qué no viene nadie a verme? —me preguntó Carmen, con la voz temblorosa, mientras yo le ajustaba la almohada. Era la tercera vez esa mañana que miraba hacia la puerta, esperando una visita que no llegaba.

Carmen tenía ochenta y dos años, el pelo blanco recogido en un moño desordenado y unos ojos vivaces que, a pesar de la edad, conservaban un brillo travieso. Desde que ingresó en la planta de geriatría, se había ganado el cariño de todos con sus bromas y su risa contagiosa. Pero esa mañana, algo en ella se había apagado.

—Seguro que hoy viene tu hija, Carmen —intenté animarla, aunque ya sabía que llevaba una semana sin aparecer.

—Eso decía ayer, Lucía. Y antes de ayer también…

Me quedé callada, sin saber qué decir. En el hospital, vemos muchas historias de soledad, pero cada una duele como si fuera la primera vez. Carmen tenía una hija, Laura, que vivía a apenas veinte minutos en metro. La primera semana vino todos los días, siempre con prisas, mirando el móvil más que a su madre. Pero después dejó de venir. Ni una llamada, ni un mensaje.

Esa tarde, mientras le tomaba la tensión a Carmen, entró Laura por la puerta. Llevaba un bolso caro y el pelo perfectamente peinado. Saludó con un beso rápido y se sentó al borde de la cama.

—¿Qué tal estás, mamá?

Carmen sonrió débilmente.

—Mejor ahora que has venido. Pensé que te habías olvidado de mí.

Laura suspiró y miró el reloj.

—He tenido mucho trabajo. Ya sabes cómo es todo…

—¿Tan ocupada estás que no puedes llamar? —preguntó Carmen, con una mezcla de tristeza y reproche.

Laura se encogió de hombros.

—No lo entiendes, mamá. No es tan fácil. Tengo a los niños, el trabajo… Y papá nunca ayudó con nada.

El ambiente se volvió tenso. Carmen bajó la mirada y jugueteó con la sábana.

—No te pido mucho. Solo quería verte un rato.

Laura se levantó bruscamente.

—No puedo quedarme más. Mañana intentaré venir.

Salió casi corriendo, dejando tras de sí un silencio espeso. Carmen no lloró, pero sus ojos se humedecieron. Me acerqué y le cogí la mano.

—¿Quiere que le traiga algo? —le pregunté suavemente.

—Solo quiero no sentirme invisible —susurró.

Esa noche no pude dormir pensando en ellas. Recordé a mi propia madre, cómo discutíamos por tonterías y cómo a veces yo también ponía excusas para no visitarla tanto como debería. ¿Sería yo capaz de hacerle eso algún día?

Los días pasaron y Laura no volvió. Carmen empezó a apagarse poco a poco; ya no contaba chistes ni pedía ver la televisión. Solo miraba por la ventana, esperando algo que nunca llegaba. Un día me pidió papel y bolígrafo para escribir una carta.

“Querida Laura:
Sé que tienes tu vida y tus problemas, pero yo solo tengo tiempo para esperarte. No quiero ser una carga ni una molestia. Solo quiero saber que aún soy importante para ti.”

Me pidió que la enviara por WhatsApp porque “así seguro que lo lee”. Lo hice, aunque dudaba que Laura respondiera.

Una tarde de domingo, mientras cambiaba las sábanas, escuché voces en el pasillo. Era Laura, discutiendo por teléfono:

—¡No puedo estar pendiente de todo! ¡Que se encargue alguien más! —decía furiosa.

Entró en la habitación con los ojos rojos y se sentó junto a su madre sin decir palabra. Carmen la miró largo rato antes de hablar:

—¿Sabes lo peor de hacerse mayor? No es el dolor ni la enfermedad. Es sentir que ya no importas a nadie.

Laura rompió a llorar. Se tapó la cara con las manos y murmuró:

—Lo siento, mamá… No sé cómo hacerlo mejor.

Carmen le acarició el pelo como cuando era niña.

—Solo quiero que estés aquí. No necesito nada más.

Ese día Laura se quedó varias horas. Hablaban poco, pero se cogían de la mano y compartían silencios llenos de significado. Cuando Laura se fue, Carmen sonreía otra vez.

A los pocos días le dieron el alta. Laura vino a buscarla y me dio las gracias por cuidar de su madre. Yo solo asentí; sabía que lo importante era lo que pasaría fuera del hospital.

Ahora, cada vez que veo a una familia discutir en los pasillos o a un anciano esperando una visita que nunca llega, pienso en Carmen y Laura. ¿Cuántos padres y madres pasan sus últimos años sintiéndose solos? ¿Cuántos hijos no encuentran tiempo para mirar atrás antes de que sea demasiado tarde?

Quizá todos deberíamos preguntarnos: ¿qué haríamos si mañana ya no pudiéramos pedir perdón o decir “te quiero”? ¿De verdad estamos tan ocupados como para olvidar a quienes nos dieron todo?