El último adiós: ¿Puede el perdón sanar las heridas?
—No, no puedes venir aquí, Diego. No después de todo lo que has hecho —le dije, temblando, mientras apretaba el móvil con tanta fuerza que sentí que iba a romperlo. La voz de Diego, mi exmarido, sonaba cansada, casi derrotada al otro lado de la línea.
—Por favor, Lucía. Solo quiero despedirme de Pablo. No te pido nada más. Sé que no merezco tu perdón, pero él… él es mi hijo.
Me quedé en silencio. Miré a Pablo, nuestro hijo de ocho años, jugando con sus cromos del Atlético en el salón. Su risa era limpia, ajena a la tormenta que se desataba en mi pecho. ¿Cómo explicarle que su padre, ese hombre al que apenas veía desde hacía dos años, quería verle una última vez? ¿Cómo protegerle del dolor que yo misma aún no sabía manejar?
La historia de Diego y yo es una de esas que parecen sacadas de una telenovela española: nos conocimos en la universidad de Salamanca, nos enamoramos rápido y nos casamos aún más rápido. Al principio todo era pasión y promesas. Pero pronto llegaron las mentiras, las ausencias, los mensajes sospechosos en su móvil. Yo me aferraba a la idea de familia, a la esperanza de que cambiaría por Pablo. Pero Diego nunca cambió. Y cuando descubrí su última infidelidad —esta vez con una compañera del trabajo— supe que no podía seguir.
El divorcio fue un infierno. Mi madre, Carmen, me decía: “Hija, piensa en el niño”. Mi padre apenas hablaba; solo me miraba con esos ojos tristes y cansados. Los amigos se dividieron: algunos me apoyaron sin reservas; otros me aconsejaron que intentara perdonar por el bien de Pablo. Pero yo estaba rota.
Ahora Diego volvía a aparecer, como un fantasma del pasado, pidiendo un último encuentro. Decía que se iba a vivir a Argentina por trabajo y que no sabía cuándo volvería. ¿Era cierto? ¿O solo otra excusa para huir de sus responsabilidades?
Esa noche no dormí. Me debatía entre el odio y la compasión, entre el deseo de proteger a mi hijo y el miedo de negarle algo importante. Recordé las noches en vela consolando a Pablo cuando preguntaba por su padre; los cumpleaños en los que Diego prometía venir y nunca llegaba; las lágrimas silenciosas de mi hijo cuando veía a otros niños con sus padres en el parque del Retiro.
Por la mañana, mientras preparaba el desayuno, Pablo me miró con esos ojos grandes y serios que había heredado de Diego.
—Mamá, ¿por qué papá ya no viene nunca? —me preguntó de repente.
Sentí un nudo en la garganta. Me agaché a su altura y le acaricié el pelo.
—A veces los mayores cometemos errores muy grandes, cariño. Pero eso no significa que tú tengas la culpa.
Él asintió en silencio y siguió untando mantequilla en su tostada.
Al mediodía llamé a mi hermana Laura. Siempre había sido mi confidente.
—¿Y si le dejo verle? ¿Y si luego Pablo sufre más? —le pregunté entre sollozos.
Laura suspiró al otro lado del teléfono.
—Lucía, no puedes protegerle de todo el dolor del mundo. Pero sí puedes estar a su lado cuando lo sienta. Quizá Pablo necesita cerrar esa puerta tanto como tú.
Las palabras de Laura me dieron algo de paz. Llamé a Diego y le cité en un parque cercano, bajo la sombra de los plátanos centenarios.
Cuando llegó, Diego parecía más viejo, más cansado. Llevaba una barba descuidada y los ojos rojos. Pablo corrió hacia él con una mezcla de alegría y timidez. Yo me mantuve a distancia, observando cada gesto.
—Hola campeón —dijo Diego, abrazándole fuerte—. Te he echado mucho de menos.
Pablo le miró serio.
—¿Por qué te vas otra vez?
Diego tragó saliva y me miró de reojo.
—A veces los mayores tenemos que tomar decisiones difíciles… Pero siempre te voy a querer.
Vi cómo Pablo se aferraba a él, buscando respuestas que nadie podía darle. Sentí rabia por todo lo perdido, pero también una punzada de compasión por ese hombre derrotado ante su propio hijo.
Cuando se despidieron, Diego me miró con lágrimas en los ojos.
—Gracias por dejarme verle —susurró—. Sé que no merezco tu perdón.
No respondí. Solo asentí y tomé la mano de Pablo mientras caminábamos hacia casa.
Esa noche, mientras arropaba a mi hijo, él me preguntó:
—¿Papá volverá algún día?
Le besé la frente y le susurré:
—No lo sé, cariño. Pero pase lo que pase, yo siempre estaré aquí contigo.
Ahora escribo estas líneas mientras escucho la respiración tranquila de Pablo desde su habitación. Me pregunto si hice lo correcto al permitir ese último encuentro. ¿Es posible perdonar sin olvidar? ¿Puede un adiós traer paz o solo reabre heridas antiguas?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Dejaríais entrar al pasado para intentar sanar o preferiríais proteger a vuestro hijo del dolor? A veces me pregunto si el perdón es realmente para quien lo pide… o para quien decide concederlo.