La última carta de Lucía: Entre el perdón y el orgullo

—¿De verdad vas a presentarte tú sola? —La voz de Marta retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Yo sostenía el cartel del concurso de talentos del pueblo, las manos temblorosas, el corazón a punto de salirse del pecho.

No contesté. ¿Qué podía decirle? Después de todo, fui yo quien decidió inscribirse sin ella, después de aquel desastre en el último ensayo. Aún recuerdo su mirada cuando me acusó de querer brillar más que nadie, de no respetar el trabajo en equipo. Y yo, herida, le grité que siempre tenía que ser la protagonista, que estaba harta de vivir a su sombra.

Han pasado tres meses desde entonces. Tres meses de silencios en la mesa, de mensajes sin responder, de padres preocupados intentando mediar sin éxito. En casa, todo gira en torno a nuestro conflicto: mamá suspira cada vez que entramos en la cocina al mismo tiempo; papá se encierra en el garaje para no escuchar nuestras discusiones mudas.

El concurso de talentos es la cita más importante del año en nuestro pueblo de Segovia. Todos los vecinos asisten, las calles se llenan de luces y risas, y los rumores vuelan más rápido que las golondrinas en primavera. Marta y yo siempre habíamos actuado juntas: desde pequeñas, éramos «las hermanas del teatro». Pero este año todo es distinto.

La noche antes del concurso, no puedo dormir. Repaso mi monólogo una y otra vez, pero las palabras se mezclan con recuerdos: la primera vez que subimos al escenario juntas, los nervios compartidos tras el telón, las risas cuando olvidamos una frase y tuvimos que improvisar. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

A las tres de la mañana, decido escribirle una carta. No un mensaje frío ni un correo impersonal. Una carta de verdad, con mi letra temblorosa y sincera:

«Marta,
Sé que te he fallado. No sé cómo arreglarlo, pero quiero intentarlo. Echo de menos reírme contigo antes de salir a escena. Echo de menos tenerte cerca. Si quieres venir mañana al concurso… me gustaría que estuvieras allí. No importa si no actuamos juntas. Solo quiero verte entre el público.
Lucía»

Dejo la carta bajo su puerta y me encierro en mi cuarto, esperando un milagro o al menos una señal.

El día del concurso amanece gris. El cielo amenaza lluvia y mi ánimo no es mejor. Al llegar al centro cultural, noto las miradas curiosas: todos saben lo que ha pasado entre nosotras. El presentador me saluda con una sonrisa forzada:

—¿Hoy actúas sola, Lucía?

Asiento sin decir palabra. Detrás del escenario, los nervios me devoran. Repaso mentalmente cada frase, pero mi mente vuelve una y otra vez a Marta. ¿Habrá leído la carta? ¿Vendrá?

Llega mi turno. Salgo al escenario con las piernas temblorosas. Las luces me ciegan por un instante y siento un nudo en la garganta. Empiezo el monólogo, pero las palabras suenan huecas, lejanas. El público guarda silencio absoluto.

De repente, escucho un susurro entre bambalinas:

—¡Lucía! —Es Marta.

Me giro, sorprendida. Ella entra en escena sin dudarlo y se coloca a mi lado. El público contiene la respiración.

—¿Me dejas terminar contigo? —me pregunta en voz baja.

Asiento, incapaz de hablar. Marta toma mi mano y juntas improvisamos el final del monólogo como tantas veces antes: riendo, llorando, abrazándonos bajo los focos.

El aplauso es atronador. Pero lo único que importa es sentir su mano apretando la mía.

Esa noche, en casa, mamá llora al vernos cenar juntas por primera vez en meses. Papá sonríe desde su rincón del salón.

Marta me mira y susurra:
—Perdóname por no entenderte antes.

Yo le respondo:
—Perdóname tú por dejar que el orgullo nos separara.

Ahora sé que ningún premio vale más que la familia.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el orgullo nos robe lo más importante? ¿Y si mañana fuera demasiado tarde para pedir perdón?