No Soy Scarlett: El Sabor Amargo de las Comparaciones

—¿Otra vez lentejas, Carmen? —La voz de Benjamín retumba en la cocina, mezclándose con el vapor que sale de la olla. No levanto la vista. Me concentro en remover, como si el movimiento pudiera ahogar el nudo que se me forma en la garganta.

—¿Qué quieres que haga? —respondo, intentando que mi tono suene neutro, pero sé que tiembla—. Es lo que hay hoy.

Benjamín suspira. Deja caer la mochila sobre la silla y se sirve agua. —No sé cómo lo hace Lucía. Cada vez que vamos a su casa hay algo diferente: arroz al horno, fideuá, hasta postres caseros. ¿No podrías probar alguna receta nueva?

Me muerdo el labio. Lucía, la esposa de su amigo Álvaro, es una diosa en la cocina. Lo sé porque él no para de recordármelo. Pero Lucía está de baja por maternidad y tiene a su madre ayudándole con los niños. Yo salgo del trabajo a las seis, recojo a los críos del colegio y aún tengo que repasar deberes antes de ponerme a cocinar.

—No tengo tiempo, Benja —susurro, pero él ya está mirando el móvil.

Esa noche apenas pruebo bocado. Los niños, Marta y Diego, se pelean por el último trozo de pan y yo solo quiero desaparecer. Cuando Benjamín se va a dormir, me quedo sentada en la mesa, mirando las sobras. ¿En qué momento mi vida se convirtió en una competición?

Al día siguiente, en el trabajo, mi compañera Teresa me pregunta si estoy bien. Le cuento lo de las comidas y me mira con compasión.

—No te dejes pisotear —me dice—. Si quiere variedad, que cocine él.

Sonrío débilmente. Ojalá fuera tan fácil. En casa, Benjamín nunca ha tocado una sartén. Su madre le hacía todo y espera lo mismo de mí.

Esa tarde, mientras Marta hace los deberes y Diego juega con los coches en el suelo, busco recetas en el móvil. Me siento torpe, insegura. ¿Y si intento una paella? Pero no tengo tiempo ni ingredientes.

El sábado nos invitan a comer a casa de Álvaro y Lucía. La mesa está llena de platos: tortilla de patatas, ensaladilla rusa, croquetas caseras… Benjamín sonríe satisfecho y yo me siento diminuta.

Lucía se acerca mientras recojo los platos.

—¿Cómo lo haces? —le pregunto en voz baja.

Ella se encoge de hombros.—Tengo ayuda y tiempo. No te compares conmigo, Carmen. Cada familia es un mundo.

Pero Benjamín no lo entiende. De vuelta a casa, empieza otra vez:

—¿Ves? Eso es lo que echo de menos en nuestra mesa.

Me detengo en seco en el portal.—¿Y qué hay de lo que yo echo de menos? ¿Un poco de ayuda? ¿Un poco de reconocimiento?

Él me mira sorprendido.—No sabía que te sentías así.

—Nunca preguntas —le respondo con voz rota.

Esa noche discutimos hasta tarde. Los niños escuchan desde su habitación y al día siguiente Marta me pregunta si vamos a divorciarnos. Me duele el alma.

Durante semanas la tensión crece. Intento variar los menús pero acabo agotada y frustrada. Benjamín sigue sin entenderlo; para él es solo una cuestión de ganas.

Una tarde llego tarde del trabajo y encuentro a Benjamín enfadado porque no hay cena preparada.

—¿Por qué no has hecho nada?

—Porque estoy cansada —le grito—. Porque no soy Lucía ni quiero serlo. Porque esto no es vida.

Me encierro en el baño y lloro hasta quedarme sin lágrimas. Al salir, encuentro una nota en la mesa: «He ido a casa de mi madre con los niños».

Paso la noche sola, preguntándome si todo esto merece la pena. Al día siguiente Benjamín vuelve y hablamos largo rato. Le explico lo que siento: la presión, el cansancio, el miedo a no ser suficiente.

Él escucha por primera vez. Me pide perdón y promete ayudar más en casa. No sé si creerle, pero quiero intentarlo por los niños… y por mí misma.

Hoy hemos cocinado juntos una tortilla francesa y hemos cenado en familia sin reproches ni comparaciones. No ha sido perfecto, pero ha sido nuestro momento.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto valorar lo que tenemos? ¿Cuántas familias se rompen por no saber mirar al otro con compasión? ¿Vosotros también sentís esa presión invisible de ser siempre mejores?