Vergüenza en la mesa: El nudo de una madre española
—¿Por qué no puedes ser como los padres de Álvaro? —me soltó Lucía, mi hija, mientras recogía los platos de la cena. Su voz temblaba, pero no era de tristeza, sino de rabia contenida. Yo me quedé quieta, con la cuchara en el aire, sintiendo cómo el calor de la sopa se enfriaba en mis manos y el corazón se me encogía.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que no tengo la pensión dorada de los padres de su marido? ¿Cómo decirle que cada euro que ahorro es para que a ella nunca le falte nada, aunque yo me prive hasta del café en la plaza con mis amigas? Me limité a mirar el mantel, ese mantel de cuadros que lleva más años en la familia que Lucía misma.
—Mamá, es que ellos siempre están ahí —insistió—. Cuando necesitamos algo, cuando hay que cuidar a los niños, cuando hay que pagar una reparación… Tú siempre tienes una excusa. Que si el médico, que si la compra, que si no puedes…
Sentí una punzada de vergüenza y rabia. ¿Excusas? ¿Eso piensa mi hija de mí? ¿Que mis dolores de espalda son excusas? ¿Que mis noches en vela pensando cómo llegar a fin de mes son excusas? Me mordí el labio para no llorar delante de ella. No quería darle ese poder.
—Lucía, hija —dije al fin, con voz baja—, hago lo que puedo. No tengo tanto como los padres de Álvaro, pero siempre he estado aquí para ti.
Ella bufó y salió del comedor. Oí cómo se cerraba la puerta del baño y me quedé sola con los platos sucios y el eco de sus palabras.
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando cuando Lucía era pequeña y yo le cosía los disfraces para el colegio con retales viejos. Cuando su padre nos dejó, yo era camarera en un bar del centro y apenas llegábamos a fin de mes. Pero nunca le faltó un abrazo ni un plato caliente. ¿Eso ya no cuenta?
A la mañana siguiente, fui al mercado como cada jueves. Saludé a Carmen, la frutera, y a Manolo, el pescadero. Ellos siempre tienen una palabra amable para mí. Pero ese día sentí que todos me miraban distinto, como si supieran lo que había pasado en mi casa. La vergüenza me ardía en las mejillas.
En la cola del pan, escuché a dos mujeres hablar sobre sus nietos y lo mucho que ayudan a sus hijos. Una decía: «Pues yo me los llevo todos los miércoles para que mi hija pueda ir al gimnasio». La otra respondía: «Y yo les pago las extraescolares a los míos». Sentí un nudo en el estómago. Yo apenas puedo comprarles un helado cuando vienen a verme.
Cuando llegué a casa, encontré un mensaje de Lucía: «Mamá, ¿puedes quedarte con los niños este sábado? Álvaro y yo tenemos una cena importante». Miré el calendario: justo ese día tenía cita con el reumatólogo, llevaba meses esperando. Dudé. ¿Qué hago? ¿Cancelo mi cita para demostrarle a mi hija que sí puedo estar ahí? ¿O pienso en mí por una vez?
Llamé a mi hermana Pilar.
—¿Tú qué harías? —le pregunté entre sollozos.
—Isabel, tienes derecho a cuidarte —me dijo—. Lucía tiene que entenderlo. No eres menos madre por no poder hacerlo todo.
Pero yo no podía dejar de sentirme culpable. Recordé las veces que Lucía venía llorando del colegio porque alguien se había reído de sus zapatos viejos. Yo le decía: «No importa lo que digan los demás, tú eres fuerte». Ahora era ella quien me hacía sentir pequeña.
Por la tarde vinieron mis nietos, Mateo y Sofía. Me abrazaron fuerte y me contaron sus cosas del colegio. Mientras les preparaba una merienda sencilla —pan con chocolate—, Mateo me preguntó:
—Abuela, ¿por qué estás triste?
No supe qué decirle. Le acaricié el pelo y le sonreí como pude.
Esa noche volví a hablar con Lucía. Le dije que tenía cita médica y que no podía quedarme con los niños ese sábado.
—Siempre tienes algo —me respondió seca.
—Lucía, hija —le dije—, ojalá pudiera darte todo lo que necesitas. Pero también soy persona. También me duele el cuerpo y el alma.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—No lo entiendes —susurró—. Me siento sola.
Ahí lo comprendí todo: su reproche era miedo disfrazado de rabia. Miedo a no tener una familia perfecta como la de Álvaro. Miedo a no ser suficiente madre ella tampoco.
—No estás sola —le dije—. Yo siempre estaré aquí, aunque sea de otra manera.
Colgamos sin despedirnos bien. Me quedé mirando la foto de Lucía pequeña en la estantería del salón. Pensé en todas las madres como yo, invisibles pero imprescindibles, juzgadas por no llegar a todo.
¿Hasta cuándo vamos a medir el amor por lo material? ¿Cuándo aprenderemos a ver lo invisible: el esfuerzo silencioso, las noches sin dormir, los abrazos dados a tiempo?