El piso heredado de un desconocido: la verdad que mi madre ocultó

—¿Así que ahora resulta que tienes derecho a la mitad de lo que me dejó ese hombre? —escupí las palabras sin poder contener el temblor en mi voz. Mi madre, sentada frente a mí en la mesa de la cocina, bajó la mirada y apretó los labios. El reloj marcaba las once de la noche y, por primera vez en años, el silencio entre nosotras era más denso que nunca.

Toda mi vida escuché la misma frase: «Tu padre no quiso saber nada de nosotras». Crecí en un piso pequeño de Vallecas, viendo a mi madre partirse el lomo limpiando casas ajenas, mientras yo me prometía que algún día saldría de allí. Nunca pregunté demasiado; las pocas veces que lo hice, mi madre cambiaba de tema o se encerraba en el baño. Así aprendí a no insistir.

Pero hace dos meses recibí una carta certificada. El remitente era un despacho de abogados en Chamberí. Pensé que era un error, hasta que leí mi nombre completo: Lucía Fernández García. Dentro, una notificación: mi padre biológico, Enrique Fernández, había fallecido y me dejaba como única heredera de un piso en la calle Fuencarral. Un piso en pleno centro de Madrid. Un padre al que nunca conocí.

Recuerdo cómo me temblaban las manos cuando le enseñé la carta a mi madre. Ella palideció, se sentó y no dijo nada durante varios minutos. Luego murmuró: «No creí que volvería a saber de él». No pregunté más esa noche. Pero al día siguiente, cuando fui a ver el piso —un lugar luminoso, con suelos de madera y ventanas enormes—, sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué me había ocultado esto? ¿Por qué me negó la posibilidad de conocer a mi padre?

Durante semanas, mi madre evitó el tema. Yo tampoco insistí; tenía miedo de lo que podía descubrir. Pero hace una semana, mientras cenábamos tortilla y ensalada en silencio, ella dejó caer el tenedor y dijo:

—Lucía, he hablado con un abogado. Como estábamos casados cuando naciste, legalmente me corresponde la mitad del piso.

La miré como si no la reconociera. ¿La mitad? ¿De un hombre al que ella misma borró de mi vida? La rabia me subió por la garganta.

—¿Y ahora te interesa? —le solté—. ¿Ahora quieres lo que dejó ese hombre al que siempre llamaste «ese»?

Ella se encogió de hombros, pero vi que le brillaban los ojos.

—No entiendes nada —susurró—. Yo solo quería protegerte.

—¿Protegerme de qué? ¿De tener un padre?

La discusión se alargó hasta la madrugada. Me contó cosas que nunca imaginé: que Enrique era un hombre brillante pero inestable, que tenía problemas con el alcohol y desaparecía durante semanas. Que cuando yo nací, él ya estaba con otra mujer en Barcelona. Que intentó volver cuando yo tenía cinco años, pero ella no quiso abrirle la puerta.

—No quería verte sufrir —me dijo—. Preferí que crecieras sin él a que te decepcionara una y otra vez.

No supe qué decir. Por un lado, entendía su miedo; por otro, sentía que me habían robado algo irrecuperable.

Los días siguientes fueron una tortura. Mi madre evitaba mirarme a los ojos y yo apenas podía dormir. Empecé a investigar sobre Enrique: encontré fotos suyas en internet, artículos antiguos donde hablaban de su trabajo como arquitecto. Descubrí que tenía una hermana en Valencia —mi tía— y hasta un perro llamado Rufián. Cada dato era una puñalada.

Un sábado por la tarde fui al piso heredado y me senté en el suelo del salón vacío. Miré por la ventana y pensé en todo lo que podría haber sido diferente si mi madre hubiera tomado otra decisión. ¿Habría tenido una familia más grande? ¿Habría conocido a mi padre antes de morir?

Esa noche volví a casa decidida a hablar con mi madre por última vez sobre el tema.

—Mamá —le dije—, entiendo tus miedos, pero esto no es justo. Ese piso es lo único que tengo de él…

Ella rompió a llorar.

—¿Y yo qué tengo? —sollozó—. He dado todo por ti… ¿No merezco nada?

Me quedé helada. Por primera vez vi a mi madre como una mujer rota, no solo como la figura fuerte e inquebrantable de mi infancia.

—Mereces mucho —le respondí—, pero esto… esto es diferente.

Ahora estamos en un punto muerto. Los abogados hablan por nosotras mientras seguimos compartiendo casa y silencios incómodos. No sé si algún día podré perdonarla del todo ni si ella podrá entenderme a mí.

A veces me pregunto: ¿Qué pesa más, la sangre o los años compartidos? ¿Se puede reclamar justicia sin traicionar a quien te lo ha dado todo? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?