Una decisión al límite: La historia de Carmen en Vallecas
—¿Mamá, hoy tampoco hay leche?— preguntó Lucía, mi hija pequeña, con esa vocecita que me partía el alma cada vez que la oía. Era 21 de diciembre y el frío se colaba por las rendijas de nuestro piso en Vallecas, como si quisiera recordarnos que la Navidad no es igual para todos. Miré la nevera vacía y sentí una punzada de rabia y vergüenza.
Desde que Pedro, mi marido, nos dejó hace dos años, la vida se había convertido en una cuesta arriba interminable. El trabajo de limpieza en el colegio apenas me daba para pagar el alquiler y los recibos. Los niños crecían y sus necesidades también. Y ahora, con las fiestas a la vuelta de la esquina, todo parecía aún más cruel. ¿Cómo explicarles que no habría turrón ni regalos? ¿Cómo mirarles a los ojos y decirles que la magia de la Navidad era solo para otros?
Esa tarde, mientras doblaba la ropa ajena en una lavandería donde hacía horas extra, escuché a dos compañeras hablar de las cestas navideñas que sus empresas les daban. Sentí una mezcla de envidia y resignación. Yo solo tenía una bolsa de arroz y media barra de pan duro en casa.
Al salir del trabajo, pasé por delante del supermercado del barrio. Las luces y los villancicos me parecieron una burla. Me detuve frente al escaparate, mirando los turrones, los polvorones, los jamones colgados… Todo tan cerca y tan lejos. Noté cómo mi corazón latía más deprisa. Pensé en mis hijos, en sus caritas tristes. Y entonces lo decidí. No sé si fue el hambre o la desesperación, pero entré.
Recorrí los pasillos con las manos temblorosas. Cogí una tableta de chocolate, un paquete de salchichas y una botella de leche. Los escondí bajo mi abrigo, sintiendo que cada paso era un abismo. Cuando llegué a la salida, una mano firme me sujetó el brazo.
—¿Señora, puede acompañarme un momento?— dijo el guardia de seguridad, un hombre alto, con barba canosa y ojos cansados.
Me llevaron a una pequeña oficina detrás de las cajas. Me senté frente a él, incapaz de mirarle a los ojos. Sentía las lágrimas ardiendo en mis mejillas.
—¿Por qué lo ha hecho?— preguntó con voz grave pero no dura.
No pude responderle al principio. Solo lloraba. Al final, entre sollozos, le conté todo: mis hijos, el trabajo, la nevera vacía, la Navidad sin magia.
El hombre me escuchó en silencio. Cuando terminé, suspiró y se quedó pensativo unos segundos que me parecieron eternos.
—Mire, señora… Yo también he pasado por momentos difíciles. No voy a llamar a la policía. Pero prométame que no volverá a hacerlo.—
Asentí, avergonzada y agradecida a partes iguales.
—Espere aquí un momento.—
Salió y regresó al cabo de unos minutos con una bolsa llena: leche, pan, algo de embutido y hasta un pequeño turrón.
—Tome esto. Y si necesita ayuda, hay asociaciones en el barrio que pueden echarle una mano.—
No supe qué decirle. Solo pude darle las gracias una y otra vez mientras salía del supermercado con la dignidad hecha trizas pero el corazón un poco más ligero.
Esa noche cenamos juntos como hacía tiempo no lo hacíamos. Los niños reían y hasta Lucía se animó a cantar un villancico desafinado. Yo los miraba y pensaba en aquel guardia anónimo que me había devuelto algo más que comida: me había devuelto la fe en las personas.
Al día siguiente fui a Cáritas del barrio y pedí ayuda. No fue fácil admitir mi situación delante de desconocidos, pero entendí que pedir ayuda no es motivo de vergüenza sino de valentía.
Con el tiempo encontré otro trabajo mejor pagado y poco a poco salimos adelante. Pero nunca olvidaré aquella noche ni aquel hombre que me tendió la mano cuando más lo necesitaba.
A veces me pregunto: ¿Cuántas personas pasan hambre o frío en silencio a nuestro alrededor? ¿Cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Y si todos fuéramos capaces de mirar al otro con compasión antes que con sospecha?