La noche en que huí: ¿Dónde está la compasión?

—¡Corre, Lucía! ¡Coge a tu hermano!— susurré con el corazón desbocado, mientras arrastraba a mis hijos por la escalera del portal. El eco de los gritos de Ramón, mi marido, aún retumbaba en mi cabeza: «¡No vales para nada! ¡Eres una inútil!». Pero esa noche, después de años de insultos y golpes, algo dentro de mí se rompió. No podía permitir que mis hijos crecieran creyendo que el miedo era normal.

La calle estaba desierta y fría. Lucía, con solo siete años, temblaba y apretaba la mano de su hermano pequeño, Sergio. Yo apenas sentía los pies, pero el miedo era más fuerte que el frío. Caminamos sin rumbo hasta que recordé a Marta, mi mejor amiga desde la universidad. Ella siempre me decía: «Si algún día necesitas algo, aquí estoy». Saqué el móvil con manos temblorosas y marqué su número.

—¿Marta? Soy yo…— mi voz era apenas un susurro.
—¿Clara? ¿Qué pasa? ¿Por qué llamas a estas horas?— respondió ella, medio dormida.
—No puedo volver a casa. Estoy con los niños. ¿Puedo ir a tu piso?

Hubo un silencio breve, roto por el sonido de una puerta abriéndose al fondo.

—Claro, ven. Te espero abajo— dijo finalmente.

Caminamos hasta su portal, cada paso era una mezcla de esperanza y vergüenza. Cuando llegamos, Marta estaba en la puerta, pero detrás de ella apareció su marido, Javier. Su cara era una máscara de fastidio.

—¿Qué pasa aquí?— preguntó Javier, cruzando los brazos.
—Clara necesita quedarse esta noche— explicó Marta, nerviosa.
—¿Y por qué no va a un hotel? Aquí no es un refugio para problemas ajenos— espetó él, sin mirarme siquiera.

Marta me miró con ojos suplicantes, como pidiéndome perdón sin palabras. Yo solo pude abrazar a mis hijos más fuerte.

—Lo siento…— murmuró ella, y cerró la puerta despacio.

Me quedé allí, paralizada. Los niños empezaron a llorar bajito. No podía culpar a Marta; sabía que Javier siempre había sido un hombre frío y egoísta. Pero nunca imaginé que me dejaría fuera en una noche como esa.

Busqué otro número en mi móvil: mi hermana Elena. Hacía meses que no hablábamos; nuestra relación se había enfriado desde que ella se casó y se mudó a Valencia. Dudé antes de llamar, pero no tenía otra opción.

—¿Clara? ¿Qué ocurre?— contestó Elena, preocupada.
Le conté todo entre sollozos. Ella quería ayudarme, pero su marido estaba enfermo y no podía recibirnos esa noche. Me prometió buscar una solución al día siguiente.

Así que allí estaba yo: sentada en la escalera del portal de Marta, con Lucía y Sergio dormidos sobre mis piernas. El frío se colaba por las rendijas y el silencio era tan denso que dolía. Pensé en llamar a la policía o a algún servicio social, pero el miedo al qué dirán y la vergüenza me paralizaban.

Recordé entonces la última vez que Ramón me pegó delante de los niños. Lucía gritó: «¡Papá, para!», pero él ni siquiera la miró. Esa imagen me perseguía cada noche. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿En qué momento dejé de ser yo misma para convertirme en una sombra?

El tiempo pasaba lento. De vez en cuando alguien subía o bajaba las escaleras y nos miraba con curiosidad o indiferencia. Nadie preguntó si necesitábamos ayuda. Nadie ofreció una manta o un vaso de agua. En ese momento sentí una rabia inmensa hacia el mundo: ¿de verdad nadie ve el dolor ajeno?

De repente, Lucía se despertó y me miró con sus ojos grandes y asustados:

—Mamá, ¿vamos a dormir aquí para siempre?

No supe qué responderle. Solo pude acariciarle el pelo y prometerle que todo iba a mejorar. Pero ni yo misma lo creía.

Cerca del amanecer, decidí llamar al 016, el teléfono de atención a víctimas de violencia de género. Una voz amable me atendió y me explicó los pasos a seguir. Me sentí menos sola por primera vez en mucho tiempo.

Horas después, una trabajadora social vino a buscarnos. Nos llevó a un centro de acogida para mujeres maltratadas en las afueras de Madrid. Allí conocí a otras mujeres como yo: Ana, que había escapado con tres hijos; Carmen, que llevaba meses luchando por recuperar su autoestima; y Rosa, que aún lloraba cada noche por lo perdido.

En ese lugar aprendí que no estaba sola y que pedir ayuda no era motivo de vergüenza. Mis hijos empezaron a sonreír otra vez y yo poco a poco recuperé la esperanza.

A veces pienso en Marta y me pregunto si alguna vez se arrepintió de no abrirme la puerta aquella noche. También pienso en todas las personas que miran hacia otro lado cuando ven el sufrimiento ajeno.

Ahora sé que la indiferencia puede ser tan cruel como la violencia misma.

¿De verdad vivimos en un mundo donde nadie se atreve a tender la mano? ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que algo cambie?