¿Siempre fui la mala suegra?

—¿Por qué no me avisaste que Camila tenía fiebre? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono con fuerza. Del otro lado, Mariana suspiró, ese suspiro largo que siempre usaba para marcar distancia.

—No quise molestarte, señora Rosa. Sé que tienes tus cosas —respondió, cortante, como si cada palabra fuera un muro más entre nosotras.

Colgué y me quedé mirando la foto de mi difunto esposo en la sala. Él siempre decía: “Rosa, no te metas tanto, deja que los muchachos hagan su vida”. Pero ¿cómo no meterme si mi corazón late por ellos? Desde que mi hijo, Alejandro, se casó con Mariana hace ocho años, sentí que perdía a mi familia poco a poco. Mariana era amable en público, pero en privado… siempre había una barrera invisible. No era bienvenida en su casa más allá de las fiestas o los cumpleaños de las niñas.

Recuerdo la primera vez que fui a visitarlos después de su boda. Llevé un pastel de tres leches y flores para Mariana. Ella sonrió, pero sus ojos no. “Gracias, señora Rosa”, dijo, y enseguida puso el pastel en el refrigerador sin ofrecerme ni un café. Alejandro me miró incómodo y yo fingí que no pasaba nada. Desde entonces, cada visita era igual: breve, cordial y fría.

Con el tiempo, aprendí a resignarme. Veía a mis nietas solo en ocasiones especiales. Cuando nacieron Camila y Valentina, quise ayudar, pero Mariana siempre tenía una excusa: “Ya vino mi mamá”, “Las niñas están dormidas”, “Hoy no es buen día”. Alejandro trabajaba mucho y apenas nos veíamos. Yo me refugiaba en mis plantas y en las novelas de la tarde.

Pero todo cambió hace dos meses. Alejandro perdió su trabajo en la fábrica y Mariana empezó a trabajar como vendedora ambulante en el mercado de San Juan. Las niñas se quedaban solas más tiempo y un día Camila se enfermó de fiebre alta. Me enteré por una vecina.

Fui corriendo a su casa. Mariana estaba agotada, con ojeras profundas y el cabello recogido a la carrera. Me miró con desconfianza cuando llegué.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—Vine a ver cómo están las niñas —dije, tratando de sonar tranquila.

—No quiero problemas —me advirtió—. No quiero que le digas nada a Alejandro.

Me mordí la lengua. Entré al cuarto y vi a Camila ardiendo en fiebre. Le puse un paño húmedo en la frente y le canté una canción de cuna que le cantaba a Alejandro cuando era niño. Sentí que algo se rompía dentro de mí: ¿por qué tenía que pedir permiso para cuidar a mi propia nieta?

Esa noche me quedé hasta tarde. Mariana se sentó conmigo en la cocina mientras las niñas dormían.

—No sé cómo llegamos a esto —dijo de repente—. Siempre sentí que me juzgabas.

Me sorprendió su sinceridad. Yo también tenía cosas guardadas.

—Yo solo quería ayudar —le respondí—. Pero siempre sentí que no era bienvenida.

Nos miramos largo rato. Había dolor en sus ojos… y también miedo.

—Mi mamá siempre fue muy controladora —confesó Mariana—. Cuando me casé con Alejandro, juré que no dejaría que nadie más manejara mi vida.

—Yo solo quería ser parte de su familia —le dije—. No reemplazar a nadie.

El silencio se hizo pesado entre nosotras. Por primera vez entendí que ambas habíamos vivido con miedo: ella a perder el control; yo a perder a mi hijo y mis nietas.

Desde esa noche empecé a ir más seguido a su casa. Al principio Mariana seguía tensa, pero poco a poco fue soltando el control. Un día me pidió que recogiera a Valentina del kínder; otro día me dejó prepararles la comida. Las niñas empezaron a buscarme para jugar o contarme sus cosas.

Pero no todo fue fácil. Alejandro se sentía culpable por no poder mantenernos como antes y se encerraba en sí mismo. Una tarde lo encontré sentado en el patio, mirando al vacío.

—Mamá, siento que te fallé —me dijo sin mirarme.

Me senté junto a él y le tomé la mano.

—La familia es para apoyarse —le respondí—. No tienes que cargar solo con todo esto.

Lloró en silencio y yo lo abracé fuerte, como cuando era niño y tenía miedo de las tormentas.

Los días pasaron entre altibajos. Mariana tuvo una discusión fuerte con su madre por teléfono; lloró toda la tarde y yo la abracé sin decir nada. Sentí que por fin podía ser útil, no solo como suegra sino como mujer que entiende el dolor ajeno.

Un domingo, mientras preparábamos tamales juntas para vender en el mercado, Mariana me miró y dijo:

—Gracias por no rendirte conmigo.

Sentí un nudo en la garganta. Pensé en todos los años perdidos por orgullo y miedo.

Ahora las cosas son diferentes. No somos una familia perfecta; discutimos por tonterías y a veces Mariana vuelve a levantar muros. Pero ya no tengo miedo de acercarme ni ella de pedirme ayuda.

A veces me pregunto si fui realmente la mala suegra o si simplemente fuimos dos mujeres heridas tratando de proteger lo poco que teníamos seguro: nuestra familia.

¿Es posible sanar después de tantos años de distancia? ¿Cuántas familias viven lo mismo en silencio? Ojalá alguien lea mi historia y se atreva a dar el primer paso antes de perderse tantos abrazos.