La carta que rompió el silencio: Mi verdad sobre el alcoholismo de mi padre

—¿Por qué tienes que volver así cada noche, papá? —le susurré, temblando, mientras el reloj del salón marcaba las dos y media de la madrugada y el eco de sus pasos tambaleantes llenaba el pasillo. Mi madre, Carmen, me miró desde la puerta de la cocina con los ojos rojos de tanto llorar. Mi hermano pequeño, Diego, dormía en su habitación, ajeno a los gritos que a veces desgarraban el silencio de nuestra casa en Vallecas.

No recuerdo cuándo empezó todo. Quizá cuando papá perdió su trabajo en la fábrica de Leganés, o tal vez antes, cuando la abuela murió y él dejó de sonreír. Lo cierto es que el alcohol se convirtió en su refugio y en nuestro infierno. Cada noche era una ruleta rusa: a veces entraba en casa callado, otras veces gritaba y discutía por cualquier cosa. Yo tenía quince años y sentía que mi vida era una mentira cuidadosamente envuelta en silencios y excusas.

Un día, la profesora de Lengua, doña Mercedes, nos pidió escribir una carta sobre algo que nos doliera de verdad. «Sed valientes», dijo. «Escribid lo que nunca os atrevéis a decir en voz alta». Aquella noche me senté frente al cuaderno y las palabras salieron solas:

«Querido papá: No sé si alguna vez leerás esto. No sé si alguna vez dejarás de beber. Pero quiero que sepas que cada vez que te veo tambalearte por el pasillo, siento miedo. Miedo de perderte, miedo de que mamá se rompa del todo, miedo de que Diego crezca pensando que esto es normal. Quiero volver a reír contigo como antes. Quiero que seas mi héroe otra vez. Por favor, vuelve a casa de verdad».

No dormí esa noche. Al día siguiente entregué la carta sin pensarlo mucho. Doña Mercedes me llamó a su mesa después de clase. Tenía la carta en la mano y los ojos llenos de lágrimas.

—Lucía, ¿quieres hablar con alguien? —me preguntó en voz baja.

Negué con la cabeza. Me daba vergüenza. En mi barrio nadie hablaba de estas cosas; todos teníamos algo que esconder.

Una semana después, doña Mercedes me pidió permiso para leer mi carta en una asamblea del instituto sobre salud mental y adicciones. Dudé mucho, pero al final acepté con una condición: que no dijera mi nombre.

El día de la asamblea, el salón de actos estaba lleno. Mientras escuchaba mi propia historia en boca de otra persona, sentí cómo se me encogía el corazón. Vi a otros compañeros llorar en silencio. Al salir, una chica de segundo me abrazó sin decir nada. Un chico del último curso me susurró: «Gracias por decir lo que yo nunca he podido decir».

Aquella tarde llegué a casa y encontré a mamá sentada en el sofá con la carta en las manos. Doña Mercedes se la había dado porque temía por mí.

—¿Por qué no me lo has contado antes? —me preguntó mamá con voz rota.

—Porque tenía miedo —le respondí—. Miedo de hacerle daño a papá, miedo de que todo empeorara.

Esa noche cenamos los tres juntos por primera vez en meses. Papá llegó tarde y borracho como siempre. Mamá le enseñó la carta sin decir palabra. Él la leyó despacio, con las manos temblorosas. Cuando terminó, se echó a llorar como un niño pequeño.

—No sabía que os estaba haciendo tanto daño —dijo entre sollozos—. No sabía cómo parar.

Fue el principio del cambio, pero no fue fácil. Papá aceptó ir a un grupo de Alcohólicos Anónimos del barrio. Hubo recaídas, discusiones y días en los que pensé que todo era inútil. Mamá y yo también fuimos a terapia familiar en el centro de salud mental de Puente de Vallecas. Aprendí a poner límites y a cuidar de mí misma sin sentirme culpable.

En el instituto, mi carta se convirtió en un símbolo para muchos compañeros que también vivían situaciones difíciles en casa. Un día, doña Mercedes me animó a leerla yo misma en una charla para padres y alumnos sobre adicciones.

—No eres responsable de la enfermedad de tu padre —me dijo—. Pero tu voz puede ayudar a otros a romper el silencio.

Leí la carta con las manos sudorosas y la voz temblorosa. Al terminar, vi a mi padre entre el público, llorando otra vez, pero esta vez no de vergüenza sino de orgullo.

Hoy han pasado dos años desde aquella noche en la que escribí la carta. Papá lleva casi un año sin beber. No somos una familia perfecta; seguimos teniendo días malos y heridas abiertas. Pero ya no vivimos atrapados en el silencio ni en la vergüenza.

A veces me pregunto si hice bien exponiendo nuestra verdad así, si fue justo para papá o para nosotros mismos. Pero luego veo cómo Diego sonríe otra vez, cómo mamá vuelve a cantar mientras cocina y cómo papá lucha cada día por ser mejor.

¿Hasta qué punto debemos callar para proteger a quienes queremos? ¿Y cuándo es necesario romper el silencio para salvarnos todos? ¿Vosotros qué haríais?