Entre la mesa y el abismo: el día que mi familia se rompió

—Mamá, ¿puedes sentarte un momento? —me dijo Julián, con la voz temblorosa, mientras yo aún acomodaba las servilletas de lino que había planchado con tanto esmero esa mañana.

El aroma del guiso de carne llenaba la casa, mezclándose con el perfume de las gardenias frescas que coloqué en el centro de la mesa. Había preparado todo con una dedicación casi obsesiva: la vajilla nueva que compré en el mercado de San Telmo, el postre favorito de Camila —flan casero con dulce de leche—, hasta la playlist de boleros que tanto le gustaba a Julián cuando era chico. Quería que fuera un almuerzo perfecto, uno de esos domingos que se quedan en la memoria.

Pero desde que llegaron, sentí una tensión extraña. Camila apenas me saludó con un beso frío y se sentó mirando su celular. Julián, mi hijo, tenía los ojos rojos y evitaba mi mirada. Yo intenté llenar los silencios con anécdotas y preguntas sobre el trabajo, pero las palabras caían pesadas, como piedras en un pozo.

—¿Pasa algo? —pregunté al fin, dejando el cuchillo sobre la mesa.

Camila levantó la vista y respiró hondo. Julián me miró, suplicante, como cuando era niño y no sabía cómo confesarme una travesura. Entonces lo soltaron, casi al mismo tiempo:

—Nos vamos a divorciar.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. El tenedor se me resbaló de las manos y cayó al suelo con un estrépito que pareció marcar el final de todo lo que conocía. Mi corazón latía tan fuerte que apenas podía escuchar sus voces.

—¿Cómo? ¿Por qué? —balbuceé, mirando a uno y a otro.

—No funciona más, mamá —dijo Julián, bajando la cabeza—. Lo intentamos todo. Terapia, viajes… pero ya no hay amor.

Camila asintió en silencio. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

—Queríamos decírtelo juntos porque… bueno, porque eres importante para los dos —añadió ella—. Pero también porque necesitamos pedirte algo.

Me miraron con una seriedad que me heló la sangre.

—¿Qué cosa? —pregunté, temiendo la respuesta.

—Que no te pongas en medio —dijo Julián—. Que no tomes partido por ninguno. Pero…

Camila lo interrumpió:

—Pero si tienes que elegir… quiero que sepas que yo siempre te consideré como una madre. No tengo a nadie más aquí en Buenos Aires. Si me quedo sola…

La voz se le quebró. Julián apretó los puños sobre la mesa.

—¡No es justo ponerla en esa situación! —exclamó él.

El silencio se hizo espeso. Afuera, los autos pasaban por la avenida Rivadavia como si nada hubiera cambiado. Pero mi mundo acababa de romperse en mil pedazos.

Recordé cuando Julián me presentó a Camila hace ocho años, en una fiesta universitaria. Ella venía de Córdoba, sin familia en la ciudad. Yo la abracé como a una hija desde el primer día. Compartimos mates en la cocina, tardes de películas y hasta secretos que nunca le conté a nadie más.

Ahora me pedían que eligiera entre mi hijo y esa mujer a la que también quería como propia. ¿Cómo se hace eso?

—No puedo… —susurré— No puedo elegir entre ustedes dos. Los quiero a ambos.

Julián se levantó bruscamente y fue a mirar por la ventana. Camila se quedó sentada, temblando.

—Mamá —dijo él finalmente—, sé que esto es difícil. Pero necesito saber si vas a estar de mi lado. Si vas a apoyarme cuando todo esto explote. Porque papá ya me dijo que no quiere saber nada del tema…

Sentí una punzada de rabia hacia mi exesposo, siempre tan ausente cuando más lo necesitábamos.

—No quiero perderte —dijo Camila en voz baja—. No tengo a nadie más aquí…

Me acerqué y le tomé la mano. Ella lloró en silencio mientras yo acariciaba su cabello como cuando era una adolescente insegura y venía a buscar consuelo después de una pelea con Julián.

La comida quedó fría sobre la mesa. Nadie tocó el flan ni el café recién hecho. El reloj marcaba las tres de la tarde cuando Julián anunció:

—Me voy a quedar unos días en lo de Martín, mi amigo del trabajo. Camila va a quedarse en el departamento hasta que arreglemos todo.

Asentí sin decir palabra. Sentí que debía hacer algo, decir algo para evitar ese desastre, pero las palabras no salían.

Esa noche no pude dormir. Me debatía entre la culpa y el dolor. ¿Debía apoyar incondicionalmente a mi hijo solo por ser mi sangre? ¿O debía acompañar a Camila, que estaba sola en una ciudad ajena?

Los días siguientes fueron un desfile de llamadas y mensajes: vecinos chismosos preguntando por qué Julián no volvía a casa; mi hermana Lucía opinando desde Rosario: «Vos tenés que estar con tu hijo, ¡es tu deber!»; amigas sugiriendo que corte todo vínculo con Camila para evitar problemas futuros.

Pero yo no podía dejarla sola. La invité a cenar una noche y hablamos hasta tarde sobre sus miedos, sus sueños rotos y su familia lejana en Córdoba. Me contó cosas que nunca le había dicho ni siquiera a Julián: su miedo al abandono, su sensación de no pertenecer a ningún lugar.

Mientras tanto, Julián me llamaba cada día más distante. Sentí cómo se iba alejando poco a poco, como si mi neutralidad fuera una traición.

Una tarde lluviosa, vino a buscar unas cosas al departamento y discutieron fuerte en el pasillo. Yo escuchaba desde la cocina:

—¿Por qué seguís hablando con mi mamá? —gritó él.

—Porque es lo único que me queda aquí —respondió Camila entre sollozos.

Salí corriendo y los abracé a los dos. Lloramos juntos en ese pasillo estrecho donde tantas veces reímos en familia.

Pasaron semanas así: yo mediando entre dos personas rotas, sintiéndome culpable por cada gesto, cada palabra mal interpretada. Perdí el sueño, bajé de peso y hasta dejé de ir al club de barrio donde jugaba lotería con mis amigas.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba empanadas para cenar sola, entendí algo: no podía salvarlos ni elegir por ellos. Solo podía amarlos desde mi lugar imperfecto de madre y mujer.

Hoy sigo hablando con ambos, aunque ya no juntos. Julián rehizo su vida lentamente; Camila volvió a Córdoba y me llama cada tanto para contarme cómo está. La casa está más silenciosa ahora, pero aprendí a convivir con ese eco triste.

A veces me pregunto: ¿Puede una madre realmente elegir entre dos amores? ¿O estamos condenadas a rompernos un poco cada vez que nuestros hijos sufren?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Se puede ser neutral cuando el corazón está partido en dos?