La entrevista que cambió mi destino: El día que mi hijo habló por todos nosotros
—¿Por qué quieres estudiar aquí, Santiago? —preguntó la directora, con esa sonrisa ensayada que usan los adultos cuando quieren parecer amables pero no pueden ocultar el cansancio en los ojos.
Yo apretaba las manos sobre mis rodillas. Sentía el sudor frío recorriéndome la espalda. Habíamos llegado tarde porque el microbús se descompuso en Insurgentes y tuvimos que caminar varias cuadras bajo el sol. Mi camisa estaba empapada y los zapatos de Santiago tenían polvo del parque. Pero ahí estábamos, sentados frente a la directora del colegio más exclusivo de la colonia Del Valle, esperando que mi hijo dijera algo inteligente, algo que justificara el esfuerzo de haber llegado hasta ahí.
Santiago me miró de reojo. Tenía seis años, pero sus ojos oscuros parecían entender mucho más de lo que decían sus palabras. Se acomodó en la silla y respondió:
—Quiero estudiar aquí porque mi mamá dice que aquí los niños pueden soñar más grande.
La directora, la señora Ramírez, se quedó callada un momento. Yo sentí que me ardían las mejillas. ¿Había sido demasiado honesto? ¿Había dicho algo fuera de lugar? Pero Santiago siguió hablando, como si no le importara el silencio incómodo.
—En mi escuela del barrio, los baños no tienen puertas y a veces no hay agua. Aquí huele bonito y hay libros nuevos. Quiero aprender cosas nuevas para ayudar a mi mamá cuando sea grande.
La señora Ramírez me miró por encima de sus lentes. Yo sentí que me encogía en la silla. Pensé en todas las veces que había soñado con darle una vida diferente a mi hijo, en las noches sin dormir pensando cómo pagaríamos la colegiatura si lo aceptaban.
—¿Y qué te gustaría aprender aquí que no puedas aprender en tu escuela actual? —insistió la directora.
Santiago se quedó pensando. Luego sonrió, esa sonrisa tímida que solo muestra cuando está nervioso.
—Me gustaría aprender inglés para poder hablar con los niños de otros países. Y también quiero aprender a usar computadoras, porque en mi escuela solo hay una y siempre está descompuesta.
La directora asintió, pero yo noté cómo apretaba los labios. Sentí una punzada en el estómago. Sabía lo que estaba pensando: ¿cómo iba a encajar Santiago entre niños que llegaban en camionetas blindadas y tenían clases de equitación los sábados?
—¿Y tú qué opinas, señora? —me preguntó de pronto.
Me tomó por sorpresa. Tartamudeé un poco antes de responder:
—Solo quiero que Santiago tenga una oportunidad. Que pueda elegir su futuro sin las limitaciones que yo tuve.
La directora anotó algo en su libreta. El silencio se hizo pesado otra vez. Afuera, escuchábamos el bullicio de los niños jugando en el patio, sus risas limpias, ajenas a nuestras preocupaciones.
Entonces Santiago hizo algo inesperado. Se levantó de la silla y se acercó al escritorio de la directora.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo con voz clara.
La señora Ramírez arqueó las cejas, sorprendida.
—Claro, dime.
—¿Por qué solo algunos niños pueden venir a esta escuela? ¿Por qué no todos?
El silencio fue absoluto. Yo sentí que el corazón se me detenía. La directora lo miró fijamente, como si intentara descifrar si era una broma o una trampa.
—Bueno… —empezó ella—, es complicado. Hay muchos factores: recursos, espacio…
Santiago no se movió. Siguió mirándola con esos ojos grandes y serios.
—En mi barrio hay muchos niños inteligentes. Pero no pueden venir aquí porque sus papás no tienen dinero. ¿Eso es justo?
La directora tragó saliva. Yo quería abrazar a mi hijo y al mismo tiempo pedirle que se callara. Pero no podía interrumpirlo. Había algo en su voz que me hacía sentir orgullosa y aterrada al mismo tiempo.
—No siempre es justo —admitió la señora Ramírez al fin—. Pero hacemos lo posible por ayudar a quienes podemos.
Santiago asintió despacio y regresó a su silla. Yo vi cómo la directora lo miraba ahora con otros ojos: ya no era solo un niño más en la lista de entrevistas; era alguien que había puesto el dedo en la llaga.
La entrevista terminó poco después. Caminamos de regreso al metro en silencio. Yo llevaba la mano sobre el hombro de Santiago, sintiendo su calorcito y su fragilidad. En mi cabeza daban vueltas las palabras de la directora, las preguntas de mi hijo, mis propios miedos.
Esa noche no pude dormir. Pensaba en todo lo que había sacrificado para llegar hasta ahí: los turnos dobles en la panadería, las tardes sin verlo porque tenía que limpiar casas en Polanco, las veces que le dije que no podía comprarle un helado porque ese dinero era para el camión.
Una semana después recibimos la llamada. Santiago había sido aceptado con una beca completa. Lloré como nunca antes frente al teléfono, mientras él me abrazaba fuerte y me decía:
—Te lo prometo, mamá: voy a aprovechar esta oportunidad por todos los niños del barrio.
Pero nada fue fácil después de eso. Los primeros días en la nueva escuela fueron duros para Santiago. Los otros niños se burlaban de su acento chilango, de sus zapatos gastados, de su lonchera con torta de frijoles mientras ellos llevaban sushi o nuggets en cajas brillantes.
Una tarde llegó llorando a casa.
—¿Por qué soy diferente, mamá? ¿Por qué no puedo ser como ellos?
Me dolió verlo así. Le expliqué que ser diferente no era malo, que su historia era valiosa y que algún día los demás entenderían lo valiente que era por estar ahí.
Poco a poco fue encontrando su lugar. Un día llegó emocionado porque había ganado un concurso de lectura; otro día porque una maestra le pidió ayuda para organizar la biblioteca; otro porque una niña le regaló una pulsera hecha a mano.
Pero nunca olvidó lo que preguntó aquel día en la entrevista. Cada vez que podía, invitaba a sus nuevos amigos a conocer su barrio, les mostraba cómo jugaban fútbol en la calle con latas vacías o cómo hacían piñatas con papel periódico.
Al final del año escolar, la directora me llamó a su oficina.
—Señora Morales —me dijo—, su hijo ha cambiado muchas cosas aquí. Nos ha hecho pensar en lo que significa realmente educar para un futuro mejor.
Salí del colegio con lágrimas en los ojos y el corazón lleno de esperanza. Santiago me esperaba afuera con su mochila vieja y esa sonrisa tímida que tanto amo.
A veces me pregunto si el mundo cambiará algún día para todos los niños como Santiago. ¿Cuántos sueños se quedan atrapados detrás de una puerta cerrada por falta de dinero? ¿Cuántos Santiagos hay allá afuera esperando una oportunidad?