Nunca me pediste perdón: la deuda invisible entre madre e hija

—¿Vas a dejarme sola otra vez, Lucía? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, áspera, como siempre. Me detengo en seco, con la bolsa de la compra aún colgando del brazo. El olor a lejía y sopa recalentada llena el piso pequeño donde crecí, ese lugar que nunca sentí mío.

No respondo. Me limito a dejar las cosas en la encimera. Ella me observa desde la puerta de su habitación, con ese gesto de reproche que conozco desde niña. Sus ojos, antes duros, ahora tiemblan de cansancio y vejez. Pero su mirada sigue siendo la misma: exigente, incapaz de ternura.

Recuerdo cuando tenía ocho años y me escondía en el armario para no escuchar sus gritos. «Eres igual que tu padre, una desagradecida», solía decirme mientras yo apretaba los puños y soñaba con escapar. Nunca hubo abrazos, ni cuentos antes de dormir. Solo órdenes y silencios largos como inviernos.

Ahora, con setenta y dos años, mi madre necesita ayuda para todo: para vestirse, para ir al médico, hasta para recordar si ha comido. Y yo estoy aquí, cumpliendo con lo que se espera de una hija española: cuidar a los padres cuando ya no pueden valerse por sí mismos. Pero cada vez que le cambio las sábanas o le preparo la comida, siento que algo dentro de mí se rompe un poco más.

—¿Por qué no me contestas? —insiste ella, con ese tono que mezcla la queja y la amenaza.

—Estoy cansada, mamá —respondo al fin, sin mirarla—. He tenido un día largo en el trabajo.

—¿Y yo qué? ¿Crees que esto es fácil para mí? —Su voz se quiebra apenas, pero enseguida recupera el control—. Siempre tan egoísta.

Me muerdo la lengua para no gritarle todo lo que llevo años guardando. Que nunca me preguntó cómo estaba. Que nunca vino a las reuniones del colegio. Que cuando papá se fue, me culpó a mí por su soledad. Que cada vez que necesitaba consuelo, solo encontraba reproches.

En el pueblo todos piensan que soy una buena hija. «Lucía siempre está pendiente de su madre», dicen las vecinas cuando me ven llegar cargada de bolsas. Nadie sabe lo que pesa esta deuda invisible: la de cuidar a quien nunca te cuidó.

Mi hermano Sergio vive en Valencia y apenas llama una vez al mes. «No puedo dejar el trabajo», dice siempre. Pero yo sé que huye del pasado igual que yo quise hacerlo tantas veces. Solo que él tuvo el valor de marcharse y yo no.

Una tarde de domingo, mientras le corto las uñas a mi madre, me atrevo a preguntarle:

—¿Alguna vez pensaste que yo también necesitaba algo de ti?

Ella me mira sorprendida, como si le hablara en otro idioma.

—¿A qué viene eso ahora? Bastante hice por ti. Te di techo y comida.

—No es solo eso, mamá —susurro—. A veces pienso que nunca me quisiste.

Se hace un silencio espeso. Por un momento creo ver un destello de duda en sus ojos, pero enseguida se apaga.

—No digas tonterías —responde seca—. Las madres hacemos lo que podemos.

Me levanto y salgo al balcón a respirar. El aire huele a lluvia y a tierra mojada. Veo pasar a los niños del barrio jugando al fútbol en la plaza, riendo con esa alegría sencilla que yo nunca tuve.

Por las noches sueño con irme lejos, empezar de cero en otra ciudad donde nadie me conozca ni espere nada de mí. Pero cada mañana vuelvo aquí, a este piso lleno de recuerdos amargos y promesas incumplidas.

Un día recibo una llamada del hospital: mi madre ha tenido una caída y necesita rehabilitación. Paso horas esperando en urgencias, viendo cómo otras familias se abrazan y se consuelan. Yo solo siento un vacío enorme.

Cuando por fin puedo verla, está dormida en la camilla. Su rostro parece más pequeño, más vulnerable. Por un instante siento lástima y casi olvido todo el daño. Pero luego recuerdo todas las veces que pedí un poco de cariño y solo recibí indiferencia.

Sergio viene unos días desde Valencia. En la cocina discutimos en voz baja:

—No puedes seguir así, Lucía —me dice—. Te estás consumiendo.

—¿Y qué hago? ¿La dejo sola?

—No eres responsable de su felicidad —insiste él—. Ni ella lo fue nunca de la tuya.

Lloro por primera vez en años. Sergio me abraza torpemente y me promete ayudar más a menudo. Pero sé que al final todo volverá a recaer sobre mí.

Mi madre vuelve a casa después del hospital. Está más callada, más frágil. Una noche, mientras le doy la cena, me mira fijamente y dice:

—Nunca pensé que acabaría así… dependiendo de ti.

No sé qué responderle. Quisiera decirle tantas cosas: que aún espero un «lo siento», un «te quiero», algo que cierre esta herida antigua. Pero solo asiento en silencio.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarla de verdad o si este rencor será mi herencia para siempre. ¿Se puede cuidar con amor a quien nunca te lo dio? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes nos criaron?