Entre Dos Cunas: El Peso de Dos Familias

—¡Sergio, corre! ¡Que ya rompe aguas!— gritó mi suegra, Carmen, desde el pasillo, con la voz temblorosa y la cara desencajada. Yo estaba en la cocina, preparando un café para aguantar otra noche en vela, cuando escuché el grito. Corrí hacia el salón y vi a mi mujer, Lucía, encorvada sobre el sofá, sudando y apretando los dientes. Pero lo que me heló la sangre fue ver a Carmen, con la mano en el vientre, doblada igual que su hija.

No era un secreto en el pueblo que Carmen se había quedado embarazada tarde, a los 46 años, después de que su marido, Antonio, muriera en un accidente absurdo con el tractor. Nadie preguntaba demasiado; en los pueblos manchegos, las cosas se asumen y se callan. Pero ahora, con las dos mujeres de mi vida a punto de dar a luz al mismo tiempo, sentí que el mundo se me venía encima.

—¡Sergio, llama al 112!— gritó Lucía entre jadeos.

—¡Y a mi hermana!— añadió Carmen. —No puedo hacerlo sola.

Las manos me temblaban tanto que casi tiro el móvil. Llamé a emergencias y luego marqué el número de Rosa, la hermana de Carmen. Mientras tanto, Lucía me miraba con una mezcla de miedo y reproche. Sabía que no estaba preparado para esto. Nadie lo estaría.

El hospital de Ciudad Real estaba a media hora en coche. Los paramédicos llegaron rápido y nos llevaron a todos juntos en la ambulancia. El trayecto fue un caos de gritos, contracciones y súplicas. Yo intentaba tranquilizarlas, pero sentía que iba a desmayarme en cualquier momento.

Al llegar al hospital, separaron a Lucía y a Carmen en habitaciones distintas. Me partía el alma no poder estar con las dos a la vez. Corría de una sala a otra, sujetando manos sudorosas, escuchando insultos y promesas de amor eterno entre contracción y contracción.

A las tres horas nació mi hija, Martina. Lloró fuerte nada más salir y Lucía rompió a llorar también. Apenas tuve tiempo de abrazarlas cuando una enfermera me llamó:

—¿Eres Sergio? Tu suegra te necesita.

Corrí al otro ala del hospital. Carmen estaba pálida, agotada, pero sonreía mientras sostenía a su hijo recién nacido. Me miró con una ternura que no había visto nunca en ella.

—Gracias por estar aquí, Sergio— susurró.

En ese momento sentí una punzada extraña en el pecho. ¿Por qué me agradecía tanto? ¿Por qué su mirada era tan intensa?

Las semanas siguientes fueron un infierno. Volvimos todos juntos a casa: Lucía con Martina y Carmen con su bebé, Pablo. La casa olía a leche agria y desinfectante. Las noches eran una sinfonía de llantos; los días, una coreografía interminable de biberones y pañales.

Lucía estaba exhausta y cada vez más irritable. Me culpaba por todo: por no ayudar suficiente, por no entenderla, por no ser capaz de calmar a Martina cuando lloraba. Carmen intentaba ayudar, pero también necesitaba cuidados. Yo era el único hombre en casa; sentía que debía ser fuerte para todos.

Una noche, mientras preparaba un biberón en la cocina, escuché sollozos ahogados en el baño. Era Lucía. Me acerqué despacio y llamé a la puerta.

—¿Puedo pasar?

—Déjame sola— respondió ella entre lágrimas.

Me quedé apoyado en la puerta, impotente. Sabía que algo se rompía entre nosotros cada día un poco más.

Carmen tampoco estaba bien. La veía mirar a Pablo con una tristeza infinita cuando pensaba que nadie la observaba. Una tarde la encontré sentada en el porche, con Pablo dormido en brazos y la mirada perdida en los campos amarillos.

—¿Estás bien?— pregunté.

Ella suspiró largo.

—A veces pienso que he cometido un error… Que este niño no debería estar aquí— murmuró.

No supe qué decirle. ¿Quién era yo para juzgarla? Pero algo en su voz me inquietó profundamente.

Los rumores empezaron pronto en el pueblo. Que si Carmen estaba demasiado mayor para ser madre; que si yo pasaba demasiado tiempo con ella; que si Lucía ya no sonreía como antes. Las miradas en la panadería eran cuchillos afilados.

Una noche de tormenta, mientras calmaba a Martina en brazos, Lucía explotó:

—¡No puedo más! ¡Sergio, esto no es vida! ¿Por qué tengo que compartirlo todo contigo… incluso la maternidad?

Me quedé helado.

—¿De qué hablas?

—¡De tu obsesión por cuidar a mi madre! ¡De cómo la miras! ¡De cómo ella te mira!

Sentí una rabia sorda mezclada con culpa. ¿Era cierto? ¿Me estaba refugiando en Carmen porque Lucía se alejaba cada día más?

A partir de esa noche todo cambió. Lucía se encerró en sí misma; Carmen evitaba cruzarse conmigo a solas. Yo me convertí en un fantasma en mi propia casa: invisible pero imprescindible para que todo siguiera funcionando.

Un día encontré una carta escondida entre los libros de Carmen. Dudé antes de abrirla, pero la curiosidad pudo más:

«Sergio,
No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí y por Pablo. Sé que este niño nunca sabrá quién fue realmente su padre… pero tú has sido más padre para él que nadie podría haber sido nunca.
Carmen»

Sentí un vértigo brutal. ¿Quién era el padre de Pablo? ¿Por qué Carmen confiaba tanto en mí? ¿Y si los rumores del pueblo escondían algo más?

Esa noche enfrenté a Carmen:

—¿Quién es el padre de Pablo?

Ella bajó la mirada y susurró:

—No importa ya… Lo importante es que tú estás aquí.

Me marché dando un portazo. No dormí esa noche ni muchas otras después.

Los meses pasaron y la tensión se hizo insoportable. Lucía y yo apenas hablábamos; Carmen se refugió en su hermana Rosa; yo me volqué en Martina como única tabla de salvación.

Un día Lucía me miró con los ojos secos y me dijo:

—Sergio, creo que deberíamos separarnos un tiempo.

No protesté. Sabía que tenía razón.

Ahora vivo solo en un piso pequeño en Ciudad Real. Veo a Martina los fines de semana; ayudo a Carmen cuando puedo con Pablo. A veces pienso que toda esta historia fue una prueba cruel del destino… o quizás una lección sobre los límites del amor y la familia.

¿Hasta dónde puede llegar uno por cuidar de los demás sin perderse a sí mismo? ¿Es posible reconstruir una familia cuando los secretos pesan más que los abrazos?