Después de 35 años: El eco de un adiós en la madurez

—¿Así que esto es todo? —le pregunté a Ernesto, mi esposo durante treinta y cinco años, mientras el eco de mi voz rebotaba en las paredes del comedor, ahora demasiado grande para dos personas que ya no se reconocen.

Él no respondió. Solo bajó la mirada, como si buscara en el suelo las palabras que nunca supimos decirnos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y por un instante sentí que el mundo entero lloraba conmigo.

Me llamo Carmen Rodríguez. Tengo sesenta y dos años y nací en un pequeño pueblo de Jalisco, donde las mujeres aprendemos desde niñas a callar lo que duele y a sonreír aunque el alma se nos haga pedazos. Ernesto, mi esposo, tiene sesenta y ocho. Nos casamos jóvenes, con la bendición de nuestros padres y la promesa de una vida juntos. Criamos a dos hijos, Mariana y Tomás, quienes ahora viven en la Ciudad de México, lejos del bullicio de esta casa que construimos con tanto esfuerzo.

Durante años pensé que la rutina era sinónimo de estabilidad. Despertar juntos, preparar café de olla, escuchar las noticias en la radio vieja mientras él leía el periódico. Pero un día, los silencios se hicieron más largos que las conversaciones. Las risas se fueron apagando, y los recuerdos felices se volvieron fotografías amarillentas en la sala.

—¿Por qué ahora? —me preguntó Mariana por teléfono cuando le di la noticia—. ¿Por qué después de tanto tiempo?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el amor no siempre muere con un grito, sino que a veces se apaga con un suspiro? Que hay heridas que no sangran pero duelen igual.

Ernesto y yo dejamos de hablarnos mucho antes de decidir separarnos. Él se refugiaba en su taller de carpintería; yo en mis plantas y mis novelas. Compartíamos la mesa, pero no la vida. A veces lo veía mirar por la ventana, perdido en sus pensamientos, y me preguntaba si también sentía ese vacío que me carcomía por dentro.

La noticia del divorcio cayó como bomba entre nuestros amigos y familiares. En el pueblo, todos murmuraban:

—¿Cómo es posible? ¡Si ya están grandes! —decía doña Lupita, la vecina chismosa—. ¿Y ahora quién va a cuidar a Ernesto?

Pero nadie preguntó quién iba a cuidar de mí.

Las primeras noches sola fueron las peores. El silencio era ensordecedor. Me acostaba en la cama matrimonial —ahora demasiado grande— y recordaba los días en que los niños corrían por la casa, cuando Ernesto me abrazaba por las noches y me decía que todo iba a estar bien. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños?

Un día, Tomás vino a visitarme. Se sentó frente a mí con los ojos llenos de reproche:

—Mamá, ¿no crees que es egoísta separarse ahora? Papá te necesita…

Sentí una punzada en el pecho. ¿Egoísta? ¿Acaso no había dado todo por mi familia? ¿No había postergado mis sueños para cuidar de ellos?

—Hijo —le dije con voz temblorosa—, a veces quedarse duele más que irse.

Él no entendió. Tal vez nunca lo haga.

Ernesto se mudó a casa de su hermana en Guadalajara. Me quedé sola con mis recuerdos y una montaña de dudas. Al principio sentí miedo: miedo a la soledad, al qué dirán, a no saber quién era sin él. Pero poco a poco empecé a descubrirme de nuevo. Volví a tejer, a salir al mercado sin prisa, a tomar café con mis amigas del club de lectura.

Una tarde, mientras regaba mis plantas, doña Lupita se acercó:

—Carmen, ¿no te arrepientes? —me preguntó con esa mezcla de curiosidad y lástima.

La miré a los ojos y le respondí:

—Me arrepiento de haber esperado tanto para pensar en mí.

No fue fácil. Hubo días en que lloré hasta quedarme dormida. Días en que quise llamarlo y pedirle que volviéramos a intentarlo. Pero también hubo días luminosos: cuando Mariana me llevó al teatro por primera vez en años; cuando Tomás me abrazó sin decir nada; cuando aprendí a bailar salsa con las vecinas en la plaza del pueblo.

La vida después del divorcio no es como la pintan en las telenovelas. No hay finales felices ni príncipes azules esperando en la esquina. Hay miedo, sí; pero también hay libertad. Hay dolor, pero también esperanza.

A veces me siento culpable por haber roto la imagen de familia perfecta que todos esperaban de nosotros. Pero al mirar atrás, sé que hice lo correcto. Porque merezco ser feliz, aunque sea tarde; porque merezco descubrir quién soy más allá de ser esposa o madre.

Hoy, mientras escribo estas líneas sentada en el jardín, escucho el canto de los pájaros y siento una paz que hacía años no conocía. No sé qué me espera mañana, pero por primera vez en mucho tiempo no tengo miedo.

¿Será posible volver a empezar después de los sesenta? ¿Cuántas mujeres como yo callan sus deseos por miedo al qué dirán? Ojalá mi historia sirva para abrir corazones y conversaciones.