¿Por qué no puedo casarme a los 57 años?
—¡No puedes casarte con él, mamá! —gritó Lucía, su voz temblando entre la rabia y el miedo.
Me quedé de pie en medio del salón, con el vestido azul que tanto me favorece, sintiendo cómo el suelo se abría bajo mis pies. El reloj de pared marcaba las siete y media, pero el tiempo parecía haberse detenido. Mi hija, mi niña, la que siempre defendí ante todo, ahora me miraba como si yo fuera una desconocida.
—Lucía, por favor, no digas tonterías —intenté mantener la calma, aunque por dentro sentía que me desgarraba—. Ramón me quiere. Me respeta. ¿Por qué no puedes alegrarte por mí?
Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.
—No es eso, mamá. Es que… he investigado. He hablado con gente del barrio donde vivía antes. Hay cosas que no cuadran. ¿Por qué nunca te ha presentado a su familia? ¿Por qué siempre tiene excusas para no quedarse a dormir?
Me senté en el sofá, derrotada. Recordé las noches en las que Ramón me llamaba desde su coche, diciendo que tenía que cuidar a su madre enferma en Toledo. Las cenas en restaurantes pequeños, lejos de miradas conocidas. Las promesas de un futuro juntos.
—¿Y si te equivocas? —susurré—. ¿Y si esta vez sí es de verdad?
Lucía se arrodilló a mi lado y me tomó las manos.
—Mamá, no quiero verte sufrir otra vez. ¿Recuerdas a papá? ¿Recuerdas cómo te dejó por esa mujer de Valencia? No quiero que te rompan el corazón otra vez.
Sentí una punzada en el pecho al recordar aquel verano de 2002, cuando mi marido se marchó sin mirar atrás. Desde entonces, había vivido para Lucía y para mi trabajo como administrativa en la Junta de Andalucía. Había renunciado a tantas cosas…
Pero ahora, a mis 57 años, cuando por fin sentía que podía volver a ser feliz, todo se tambaleaba.
Esa noche apenas dormí. Me levanté temprano y salí a caminar por las calles de Sevilla. El aire olía a azahar y las terrazas comenzaban a llenarse de gente desayunando churros con chocolate. Pensé en lo que Lucía había dicho. ¿Y si tenía razón? ¿Y si Ramón solo buscaba aprovecharse de mí?
Al llegar a casa, encontré un mensaje de Ramón: “Cariño, ¿cenamos esta noche? Tengo algo importante que decirte”.
El corazón me dio un vuelco. ¿Sería la propuesta definitiva? ¿O una confesión?
Por la tarde, Lucía volvió del trabajo y me encontró sentada junto a la ventana.
—¿Has pensado lo que te dije?
Asentí en silencio.
—Voy a verle esta noche —dije finalmente—. Necesito respuestas.
Lucía suspiró y se sentó frente a mí.
—Solo prométeme que no le darás dinero ni firmarás nada sin consultarme antes.
—Te lo prometo —le respondí, aunque sentí una punzada de vergüenza por tener que hacer esa promesa a mi propia hija.
Esa noche, Ramón me esperaba en un pequeño restaurante cerca del río Guadalquivir. Llevaba una camisa blanca impecable y su sonrisa habitual. Pero yo ya no veía solo al hombre encantador; veía las dudas sembradas por Lucía.
—Carmen, tengo que contarte algo —empezó él, bajando la voz—. Mi madre ha empeorado y necesito dinero para ingresarla en una residencia…
Sentí cómo se me helaba la sangre.
—¿Cuánto necesitas? —pregunté con voz apenas audible.
Él dudó un instante.
—Unos cinco mil euros. Solo hasta que venda el piso de mi madre…
Las palabras de Lucía resonaron en mi cabeza como un eco ensordecedor: “No le des dinero”.
Me levanté despacio.
—Ramón, necesito pensar —dije antes de salir corriendo del restaurante.
Esa noche lloré como no lo hacía desde hacía años. Lucía me abrazó fuerte y no dijo nada; solo me sostuvo mientras yo me rompía en pedazos.
Pasaron los días y Ramón insistió con mensajes y llamadas. Al final, tuve que bloquearle. Me sentí humillada y furiosa conmigo misma por haber estado tan cerca de caer otra vez.
Pero también sentí alivio. Alivio porque esta vez tenía a Lucía para protegerme, porque esta vez no estaba sola.
Un domingo cualquiera, mientras preparábamos juntas una tortilla de patatas, Lucía me miró con ternura.
—Mamá, mereces ser feliz. Pero también mereces alguien que te quiera de verdad, sin mentiras ni intereses.
La abracé fuerte y lloré otra vez, pero esta vez de gratitud.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto confiar cuando hemos sido heridas? ¿Y cómo saber cuándo escuchar al corazón o al sentido común?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Hasta dónde dejaríais entrar el amor después de los cincuenta?