La invitada en mi propia casa: una historia de amor y desarraigo
—No lo entiendes, Lucía. Aquí la anfitriona es mi madre, y tú eres la invitada —me espetó Sergio, con esa frialdad que sólo usaba cuando quería que me callara.
Me quedé helada, con la cuchara suspendida sobre el cocido que había preparado con esmero. La cocina olía a pimentón y a garbanzos, pero en el ambiente flotaba algo más denso: el desprecio. Mi suegra, Carmen, me miraba desde la puerta con una media sonrisa. No hacía falta que dijera nada; su presencia bastaba para recordarme que ese no era mi hogar.
Cuando Sergio y yo nos conocimos en la universidad de Salamanca, todo era distinto. Él era divertido, atento, y me hacía sentir especial. Soñábamos con un piso propio en Madrid, lejos de las miradas inquisitivas de su familia. Pero cuando su padre enfermó, Sergio insistió en volver al pueblo para ayudar en la tienda familiar. “Será temporal”, me prometió. Yo, enamorada y confiada, acepté sin imaginar lo que vendría después.
La primera noche en casa de sus padres fue incómoda. Carmen había preparado la habitación de invitados para nosotros. Las sábanas olían a naftalina y las paredes estaban cubiertas de fotos familiares donde yo no aparecía. Durante la cena, Carmen preguntó si sabía hacer tortilla de patatas “como Dios manda”. Reí nerviosa y dije que sí, pero ella no sonrió.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Yo buscaba trabajo sin éxito; en el pueblo nadie contrataba a forasteros. Sergio pasaba cada vez más tiempo en la tienda con su padre, mientras yo ayudaba a Carmen en casa. Pero nada de lo que hacía era suficiente. Si limpiaba demasiado, me decía que gastaba productos; si cocinaba, criticaba el punto de sal; si salía a pasear, insinuaba que descuidaba mis deberes.
Una tarde, mientras planchaba camisas en el salón, escuché a Carmen hablando por teléfono:
—Sí, sí… Lucía es buena chica, pero no es de aquí. No entiende nuestras costumbres. Sergio necesita una mujer que sepa cuidar de una familia, no una señorita de ciudad.
Sentí un nudo en el estómago. Cuando Sergio llegó esa noche, le conté lo que había oído.
—¿Y qué esperabas? —me respondió encogiéndose de hombros—. Mi madre sólo quiere lo mejor para mí.
Empecé a sentirme invisible. Mis opiniones no contaban; mis sueños se desvanecían entre los muros de esa casa ajena. Una mañana, al bajar a desayunar, encontré mi taza favorita rota en la basura. Nadie supo decirme cómo había pasado.
El día que cumplí treinta años, preparé una tarta de chocolate esperando celebrar con Sergio. Pero él llegó tarde; había salido a cenar con sus padres para hablar “de negocios”. Me senté sola frente a las velas encendidas y lloré como una niña.
Las discusiones con Sergio se volvieron habituales. Él siempre defendía a su madre:
—Lucía, tienes que adaptarte. Aquí las cosas funcionan así.
—¿Y yo? ¿Cuándo vas a defenderme a mí?
—No exageres. No es para tanto.
Una noche, después de una pelea especialmente dura, hice las maletas y salí al jardín para tomar aire. Carmen apareció detrás de mí.
—No te lo tomes a mal —dijo—. Pero aquí siempre serás la invitada.
Me quedé mirando las luces del pueblo a lo lejos y sentí que mi vida se había reducido a cuatro paredes hostiles. Pensé en mis padres, en mi antigua vida en Salamanca, en todo lo que había dejado atrás por amor.
Al día siguiente, intenté hablar con Sergio por última vez:
—No puedo más. Siento que no tengo voz ni voto en esta casa.
Él me miró cansado:
—Lucía, si no eres feliz aquí… nadie te obliga a quedarte.
Esa noche dormí poco. Al amanecer, metí mis cosas en una maleta y salí sin hacer ruido. Caminé hasta la estación de autobuses mientras el pueblo despertaba lentamente. Nadie vino a despedirse.
Ahora vivo sola en un pequeño piso en Salamanca. Echo de menos algunas cosas: los paseos por el campo, las tardes tranquilas… pero sobre todo echo de menos la ilusión de aquel amor que creí invencible.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han sentido lo mismo? ¿Cuántas han sido invitadas eternas en casas ajenas? ¿De verdad el amor puede sobrevivir cuando uno nunca encuentra su lugar?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible amar sin pertenecer? ¿O estamos condenados a elegir entre nosotros mismos y los demás?