Un corazón de madre roto: El sacrificio de Carmen y la traición inesperada
—¡No me mires así, Lucas!— grité, con la voz rota, mientras el portazo de mi hijo retumbaba por todo el piso. El eco de su rabia quedó flotando en el aire, mezclado con el llanto ahogado de Alba en su habitación. Aquella noche, sentada en la cocina, rodeada de tazas vacías y facturas sin pagar, sentí que el mundo se me venía encima. ¿En qué momento mi familia se había convertido en esto?
Hace dos años, cuando Tomás y yo firmamos el divorcio en aquel despacho frío del centro de Madrid, pensé que lo peor había pasado. Me equivoqué. La verdadera batalla empezó después, cuando me vi sola con dos hijos adolescentes y un sueldo de cajera que apenas alcanzaba para llegar a fin de mes. Mis padres, ya mayores, vivían en Toledo y apenas podían ayudarme más allá de una llamada semanal. Mis amigas… bueno, la mayoría desaparecieron cuando dejé de poder salir los viernes por la noche.
Lucas tenía dieciséis años y Alba catorce. Al principio, intenté mantener la rutina: desayunos apresurados, carreras al instituto, meriendas improvisadas y cenas frente a la tele. Pero pronto las grietas empezaron a aparecer. Lucas se volvió huraño, contestón. Alba se encerraba horas en su cuarto, dibujando o llorando en silencio. Yo hacía malabares para pagar la luz y el alquiler, mientras los precios subían y mi contrato seguía siendo temporal.
Una tarde de otoño, mientras doblaba ropa en el salón, escuché a Lucas hablar por teléfono:
—No puedo ir, tío. Mi madre está fatal…
Me dolió más de lo que esperaba. ¿Tan mal lo estaba haciendo? ¿Era yo la causa de su tristeza?
Las discusiones se volvieron rutina. Lucas llegaba tarde o no llegaba. Alba empezó a suspender asignaturas. Una noche, después de otra pelea por las notas, Lucas me gritó:
—¡Ojalá me hubiera ido con papá!
Sentí que me arrancaban el corazón. Tomás vivía ahora con su nueva pareja en Valencia y apenas llamaba una vez al mes.
La situación empeoró cuando me despidieron del supermercado. Recuerdo la llamada del jefe:
—Lo siento, Carmen, no hay otra opción…
Me quedé mirando el móvil como si fuera un objeto extraño. ¿Cómo iba a decírselo a los niños? Aquella noche no dormí. Hice cuentas una y otra vez. El paro no era suficiente. Empecé a limpiar casas por horas y a vender cosas por Wallapop: la bici de Lucas, los libros de Alba… Cada venta era una pequeña derrota.
Un día, Alba llegó llorando del instituto. La habían insultado por llevar siempre la misma ropa.
—Mamá, ¿por qué somos pobres?— preguntó entre sollozos.
No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte.
En medio de esa tormenta, apareció Raquel, una vecina del bloque. Me ofreció cuidar a su madre enferma por las tardes. El dinero no era mucho, pero algo era algo. Empecé a pasar más tiempo fuera de casa y menos con mis hijos. Lucas se encargaba de Alba, pero cada vez estaba más distante.
Una noche, al volver tarde del trabajo, encontré la puerta del piso entreabierta. Entré corriendo y vi a Lucas con un grupo de chicos en el salón. Había botellas vacías y olor a porro.
—¡Fuera de mi casa!— grité fuera de mí.
Los chicos salieron riendo y Lucas me miró desafiante:
—¿Qué más te da? Si nunca estás…
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Al día siguiente recibí una llamada del instituto: Lucas había sido sorprendido robando en una tienda cercana. Fui a buscarle a comisaría. No podía creer lo que estaba pasando.
—¿Por qué lo has hecho?— le pregunté entre lágrimas.
Él bajó la mirada:
—Quería comprarte un regalo por tu cumpleaños…
Sentí una mezcla de rabia y ternura imposible de explicar.
A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Los servicios sociales empezaron a visitar nuestra casa. Me sentía juzgada por todos: los vecinos, los profesores, incluso mi propia familia desde Toledo.
Un día recibí una carta: Tomás pedía la custodia compartida. Me temblaron las manos al leerla. ¿Cómo podía pensar que sus hijos estarían mejor con él? ¿Después de todo lo que había hecho por ellos?
La batalla legal fue un infierno. Los abogados preguntaban por cada detalle: ¿cuántas horas trabajaba?, ¿qué comían los niños?, ¿por qué Lucas había robado? Sentía que todo lo que hacía era insuficiente.
El día del juicio, miré a mis hijos sentados junto a mí. Alba me apretó la mano; Lucas evitaba mi mirada. Cuando el juez dictó sentencia —custodia compartida— sentí que me arrancaban una parte del alma.
La primera noche sin ellos fue un vacío imposible de llenar. Caminé por la casa en silencio, tocando sus cosas como si fueran reliquias. Me pregunté si alguna vez volveríamos a ser una familia.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día. Veo a mis hijos solo algunos fines de semana y en vacaciones. Lucas está más tranquilo; Alba parece feliz con su padre y su nueva familia. Yo sigo trabajando donde puedo y aprendiendo a vivir sola.
A veces me pregunto si hice bien en luchar tanto o si debí rendirme antes para evitarles tanto dolor. ¿Puede una madre proteger siempre a sus hijos o hay heridas que ni el amor más grande puede curar? ¿Vosotros qué pensáis?