Perdida en el eco de mi matrimonio: La historia de Lucía y Sergio
—¿Otra vez llegas tarde, Sergio? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el reloj del salón marcaba las diez y cuarto. La cena se había enfriado hacía rato y el aroma del cocido madrileño, que tanto le gustaba, ya no llenaba la casa, sino que se mezclaba con el olor a desilusión.
Sergio dejó las llaves sobre la mesa sin mirarme. —El trabajo, Lucía. Ya sabes cómo está todo…
Pero yo ya no sabía nada. O quizá lo sabía todo y no quería admitirlo. Me senté en la silla, frente a su plato intacto, sintiendo cómo el silencio se hacía cada vez más denso entre nosotros. Recordé los primeros años, cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él era divertido, apasionado, lleno de sueños. Yo me sentía viva a su lado. Pero ahora… ahora solo quedaba una sombra de lo que fuimos.
Mi madre siempre decía: “Lucía, hija, un matrimonio es cosa de dos. Hay que ceder.” Pero ¿cuánto hay que ceder antes de perderse por completo? Mis amigas, Carmen y Pilar, intentaban animarme con salidas al cine o tardes de café en la Plaza Mayor, pero yo volvía a casa sintiéndome más sola que nunca.
Una noche, después de otra discusión silenciosa —porque ya ni siquiera gritábamos—, me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y el pelo recogido en un moño descuidado. Me pregunté en qué momento había dejado de ser yo para convertirme solo en «la mujer de Sergio».
—¿Te pasa algo? —me preguntó él desde la puerta, sin atreverse a entrar.
—No —mentí—. Solo estoy cansada.
Pero no era cansancio físico. Era un agotamiento del alma, una tristeza que se colaba por las rendijas de la rutina: los desayunos mudos, las cenas frente al televisor, los mensajes sin respuesta durante el día. Empecé a escribir un diario, como cuando era adolescente. Allí volqué mis miedos: ¿y si nunca volvía a sentirme amada? ¿Y si esta era mi vida para siempre?
Un domingo por la tarde, mientras Sergio dormía la siesta en el sofá, recibí una llamada de mi hermana Marta. Ella siempre fue la rebelde de la familia, la que se fue a Barcelona a perseguir sus sueños artísticos.
—Lu, ¿por qué no vienes unos días? Te noto apagada —me dijo con esa voz suya tan directa.
—No puedo dejar todo así —respondí, mirando a Sergio desde el pasillo.
—¿Y por qué no? ¿Qué pasaría si te eligieras a ti misma por una vez?
Esa pregunta me persiguió toda la semana. Empecé a fijarme en los pequeños detalles: cómo Sergio ya no me abrazaba al llegar a casa; cómo yo evitaba mirarle a los ojos para no enfrentarme a mi propia decepción; cómo nuestras conversaciones giraban siempre en torno a facturas, listas de la compra o problemas del trabajo.
Una tarde, después de una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, exploté:
—¡No puedo más! —grité—. ¡No soy feliz, Sergio! ¿Tú lo eres?
Él me miró como si acabara de despertarse de un largo sueño. Se quedó callado unos segundos eternos antes de susurrar:
—No lo sé.
Esa noche dormimos en habitaciones separadas por primera vez en quince años. Lloré en silencio, abrazada a una almohada que olía a suavizante y soledad. Al día siguiente, llamé a mi jefe y pedí unos días libres. Hice la maleta con manos temblorosas y escribí una nota para Sergio:
“Necesito encontrarme. No sé cuánto tiempo estaré fuera.”
El tren a Barcelona salió temprano. Durante el viaje miré por la ventana los campos de Castilla y sentí una mezcla de culpa y alivio. Marta me recibió con un abrazo largo y cálido. En su pequeño piso lleno de cuadros y plantas descubrí algo que había olvidado: la alegría sencilla de una conversación sin reproches.
Pasamos horas caminando por las Ramblas, riendo como cuando éramos niñas. Una noche, mientras cenábamos tortilla de patatas y vino tinto en su balcón, Marta me preguntó:
—¿Qué quieres hacer ahora?
Me quedé en silencio. No lo sabía. Solo sentía que no podía volver a ser la Lucía de antes.
Durante esos días empecé a pintar con ella. Los colores me ayudaron a expresar lo que no podía decir con palabras: el miedo, la rabia, la esperanza tímida. Recibí mensajes de Sergio: “¿Estás bien?”, “Te echo de menos”, “¿Vas a volver?”. No respondí ninguno.
Una tarde lluviosa decidí llamarle.
—Sergio…
—Lucía…
Ambos guardamos silencio unos segundos.
—No sé si podemos arreglar esto —dije al fin—. Pero necesito saber quién soy fuera de este matrimonio.
Él suspiró.—Yo también estoy perdido sin ti… pero contigo tampoco sé quién soy ya.
Colgamos sin despedirnos. Lloré mucho esa noche, pero sentí algo parecido a la paz.
Volví a Salamanca dos semanas después. La casa estaba igual pero distinta: más ordenada, más fría. Sergio me esperaba en el salón.
—He pensado mucho —me dijo—. Quizá necesitamos ayuda… terapia o algo así.
Asentí. No sabía si nuestro amor podría salvarse, pero sí sabía que no quería volver a perderme nunca más por nadie.
Hoy escribo esto sentada en un banco del parque donde solíamos pasear cuando éramos novios. El sol calienta mi cara y siento que vuelvo a respirar después de mucho tiempo.
¿Hasta dónde estamos dispuestos a sacrificarnos por mantener una relación? ¿Cuándo es el momento de elegirnos a nosotros mismos antes que al otro? Ojalá alguien tenga respuestas…