El peso de la balanza: una madre, dos hijas y un secreto en Madrid

—¿Por qué siempre le das más a Lucía? —La voz de Marta, mi hija mayor, resonó en el pequeño salón de nuestro piso en Vallecas. Era una tarde de enero, el frío se colaba por las ventanas viejas y yo, sentada en la mesa de formica, contaba los billetes con manos temblorosas.

No supe qué responderle. Desde que su padre, Antonio, decidió irse a vivir a Málaga con una mujer veinte años más joven, todo el peso de la familia cayó sobre mis hombros. Yo, Carmen, 52 años, limpiadora en un colegio público, ganando apenas 900 euros al mes. De ese dinero, 500 iban directos a Lucía, la pequeña, que estudiaba en Salamanca; 50 para Marta, que vivía conmigo pero trabajaba a media jornada en una tienda de ropa. El resto era para la comida y las facturas.

—Mamá, no es justo —insistió Marta, con los ojos llenos de lágrimas contenidas—. Yo también soy tu hija.

Me dolió escucharla. Pero Lucía siempre fue la frágil, la que necesitaba más ayuda. O eso creía yo. Marta era fuerte, independiente desde niña; Lucía, en cambio, parecía perderse en el mundo si no la guiabas.

Esa noche apenas dormí. Me pregunté si estaba siendo una mala madre. Recordé cuando Antonio se fue: “Tú sabrás lo que haces con las niñas”, me dijo antes de cerrar la puerta para siempre. Desde entonces, mi vida fue una sucesión de turnos dobles y cuentas apretadas.

Una mañana de marzo recibí una carta sin remitente. Dentro había una foto: Lucía en una cafetería elegante de Salamanca, riendo con un chico que no conocía. Llevaba un abrigo caro y un móvil nuevo sobre la mesa. Al principio pensé que era una broma cruel. Pero al reverso había un mensaje: “No todo es lo que parece”.

El corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme. ¿De dónde sacaba Lucía ese dinero? ¿Me mentía? ¿Y si estaba metida en algo peligroso?

Llamé a Lucía esa misma tarde. —¿Tienes algo que contarme? —pregunté con voz firme.

—Mamá… —titubeó—. No quería preocuparte. Trabajo unas horas cuidando a una señora mayor y… bueno, el chico de la foto es mi novio, Javier. Él me regaló el abrigo por mi cumpleaños.

Sentí alivio y rabia al mismo tiempo. —¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué sigues aceptando tanto dinero?

—Porque sé que te hace sentir útil —respondió Lucía, casi susurrando—. Y porque Marta nunca me lo perdonaría si supiera que tú me das más.

Colgué sin saber qué pensar. Esa noche preparé tortilla de patatas para cenar. Marta llegó tarde del trabajo y se sentó frente a mí en silencio.

—¿Sabes? —dije al fin—. A veces creo que he hecho todo mal.

Marta me miró sorprendida.—¿Por qué dices eso?

—He intentado protegeros tanto que os he hecho daño sin querer. A ti por exigirte ser fuerte siempre; a Lucía por tratarla como si fuera de cristal.

Marta suspiró.—Mamá, yo solo quiero que confíes en mí. No necesito tu dinero, necesito tu cariño.

Las palabras me atravesaron como un cuchillo. Me di cuenta de que nunca le había preguntado a Marta cómo se sentía realmente. Siempre supuse que podía con todo.

Esa semana decidí cambiar las cosas. Llamé a Lucía y le pedí que viniera a Madrid un fin de semana. Preparé su comida favorita y organicé una tarde de juegos de mesa como cuando eran niñas.

Durante la cena, saqué el tema del dinero.

—A partir de ahora, cada una recibirá lo mismo —anuncié—. Pero quiero que sepáis que lo más importante para mí sois vosotras, no el dinero.

Lucía bajó la mirada.—Perdón por mentirte, mamá.

Marta le tomó la mano.—Yo también he sido injusta contigo.

Lloramos las tres juntas esa noche. Por primera vez en años sentí que éramos una familia de verdad, no solo tres mujeres sobreviviendo bajo el mismo techo o a kilómetros de distancia.

Ahora sigo trabajando en el colegio y sigo contando los euros cada mes. Pero he aprendido a preguntar cómo están mis hijas antes de decidir por ellas. Y aunque Antonio nunca volvió ni llamó para preguntar por sus hijas, nosotras hemos encontrado nuestra manera de seguir adelante.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres como yo hay en España, luchando solas y equivocándose por amor? ¿Y cuántas veces nos atrevemos a pedir perdón antes de que sea demasiado tarde?