El Pollo que Rompió mi Hogar: Una Historia de Decisión y Libertad
—¿Otra vez pollo? —escuché la voz de Ricardo desde la sala, mientras yo, con las manos llenas de jabón y el sudor pegado a la frente, restregaba las baldosas del baño.
No contesté. Ya no tenía fuerzas para discutir. El olor del pollo con papas llenaba el departamento, mezclándose con el cloro y el cansancio. Había pasado toda la mañana limpiando, recogiendo los juguetes de Emiliano, lavando ropa, barriendo los restos de tierra que Ricardo dejaba cada vez que entraba con los zapatos sucios. Y aún así, lo único que escuchaba era ese reproche: «¿Otra vez pollo?».
Me miré al espejo del baño, empañado por el vapor y mi propia rabia. ¿En qué momento me convertí en esto? ¿En la mujer invisible que cocina, limpia y calla? Recordé a mi mamá en Veracruz, siempre con la sonrisa forzada y los ojos tristes, preparando comida para mi papá y mis hermanos, mientras ellos veían la tele o jugaban dominó en el patio. Juré que yo no sería así. Pero aquí estaba, repitiendo la historia.
El timbre del horno sonó. Me sequé las manos en el pantalón y fui a la cocina. Ricardo seguía en el sillón, viendo el partido de Cruz Azul, con una cerveza en la mano y los pies sobre la mesa. Emiliano jugaba en el piso, ajeno a todo.
—Ya está la comida —dije, tratando de sonar tranquila.
Ricardo ni se movió. —Ahorita voy —respondió sin apartar la vista de la pantalla.
Serví los platos. El pollo dorado, las papas crujientes, un poco de ensalada. Me senté a la mesa con Emiliano y empecé a darle de comer. Pasaron quince minutos. Ricardo seguía igual.
—¿No vas a comer? —pregunté, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.
—Ya te dije que ahorita —contestó molesto—. ¿Por qué tienes que estar jodiendo todo el tiempo?
Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. No era por el pollo. Era por todo: por las noches sin dormir, por las cuentas sin pagar, por los «luego lo hago», por los domingos en casa de su mamá donde yo era la sirvienta invisible. Por las veces que me callé para evitar una pelea.
Me levanté sin decir nada y fui al cuarto. Cerré la puerta y me senté en la cama. Escuché cómo Ricardo se quejaba en voz baja: «Siempre igual, no puedes ni hacer un pollo diferente».
Tomé aire. Miré alrededor: las paredes descascaradas, la cuna de Emiliano, mi ropa mezclada con la suya porque nunca tenía tiempo para mí sola. Pensé en mi hermana Lucía, que se fue a Monterrey a trabajar y nunca volvió a casa porque no quiso vivir así. Pensé en mi mamá, que aún hoy me llama para preguntarme si soy feliz.
No lo era. Y lo supe con una claridad brutal.
Salí del cuarto y fui directo a la cocina. Ricardo ya estaba sentado, sirviéndose más papas.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó sin mirarme.
—Me voy —dije, con una voz que no reconocí como mía.
Ricardo soltó una carcajada seca.—¿A dónde vas a ir? ¿Y el niño?
—Me voy con Emiliano. No puedo más.
Se levantó bruscamente.—¿Estás loca? ¿Por un pollo te vas a largar?
—No es por el pollo —le respondí—. Es por todo lo demás. Por ti, por mí… porque ya no quiero vivir así.
Ricardo me miró como si fuera una extraña.—¿Y qué vas a hacer? ¿Trabajar de qué? ¿Quién te va a ayudar?
Sentí miedo. Pero también sentí algo nuevo: alivio.
—No sé —le dije—. Pero prefiero intentarlo sola que seguir aquí sintiéndome muerta en vida.
Ricardo se quedó callado. Por primera vez en años, no tuvo nada que decirme.
Fui al cuarto y empecé a meter ropa de Emiliano y mía en una bolsa negra de basura. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Emiliano me miraba con sus ojos grandes y serios.
—¿A dónde vamos, mami? —preguntó bajito.
—A un lugar donde vamos a estar mejor —le respondí, tratando de sonreír.
Llamé a Lucía desde el baño para que Ricardo no escuchara.—¿Puedo irme contigo unos días? No aguanto más aquí.
Lucía no dudó.—Claro que sí, hermana. Vente ya mismo. Aquí te espero.
Salí al pasillo con Emiliano de la mano y la bolsa al hombro. Ricardo no intentó detenerme. Sólo me miró con una mezcla de rabia y miedo.
Bajé las escaleras del edificio temblando. Afuera hacía calor y olía a tierra mojada; una tormenta se acercaba sobre la ciudad de Xalapa. Caminé hasta la parada del camión con Emiliano pegado a mi costado. Sentí que cada paso era una traición y una victoria al mismo tiempo.
En el camión, Emiliano se quedó dormido sobre mis piernas. Yo miraba por la ventana las calles llenas de vendedores ambulantes, niños jugando descalzos, mujeres cargando bolsas pesadas como yo cargaba mi vida entera en esa bolsa negra.
Llegué al departamento de Lucía cuando ya caía la noche. Me abrazó fuerte y lloramos juntas un rato largo sin decir nada.
Esa noche dormí poco pero tranquila. Escuché a Emiliano respirar suavecito junto a mí y supe que había hecho lo correcto.
Al día siguiente busqué trabajo como pude: limpiando casas, ayudando en una fonda del centro. No era fácil ni bonito, pero cada peso ganado era mío y sólo mío.
Ricardo me llamó varias veces al principio: insultos primero, súplicas después. No contesté ninguna llamada. Mi mamá lloró cuando le conté pero luego me dijo bajito: «Estoy orgullosa de ti».
Han pasado seis meses desde aquel día del pollo al horno. Ahora Emiliano va al kínder cerca del departamento de Lucía y yo trabajo limpiando oficinas por las noches y vendiendo gelatinas en la mañana. No es fácil pero es nuestro pequeño mundo nuevo.
A veces todavía sueño con esa cocina llena de olor a pollo y tristeza. Pero despierto y veo a Emiliano sonriendo y sé que valió la pena cada lágrima.
¿De verdad vale la pena quedarse donde uno no es feliz sólo por miedo o costumbre? ¿Cuántas mujeres más están cocinando un pollo mientras se les va la vida? Yo elegí irme… ¿y tú qué harías?