Cuando el amor se convierte en cuentas: Confesiones de una madre en Madrid

—¿Vas a venir este domingo con Samuel? —pregunté, apretando el teléfono con la mano temblorosa, como si de esa presión dependiera la respuesta de Lucía.

Un silencio incómodo cruzó la línea. Al fondo, escuché la televisión encendida y el murmullo de mi nieto. Pero Lucía tardó en responder, como si estuviera calculando algo invisible entre nosotras.

—Mamá, este mes estamos muy liados… Ya sabes, el niño tiene fútbol y… bueno, ya veremos —dijo al fin, con esa voz distante que últimamente me reservaba.

Colgué despacio. El salón se me hizo enorme y frío. Desde que me jubilé como administrativa en la Consejería de Educación, los días se suceden iguales: café solo, paseo corto por el Retiro, y la esperanza de que Lucía y Samuel crucen mi puerta. Pero desde que dejé de pasarle dinero cada mes —porque ya no podía—, las visitas se han vuelto esporádicas, casi inexistentes.

Recuerdo cuando Lucía era pequeña y yo hacía malabares para que no le faltara nada. Su padre, Antonio, nos dejó cuando ella tenía seis años. Desde entonces, fui madre y padre, amiga y confidente. Trabajaba horas extra, le compraba libros, ropa bonita para las excursiones del colegio… Y cuando empezó la universidad en Salamanca, vendí las joyas de mi madre para pagarle el alquiler del piso compartido.

Pero ahora siento que todo eso no ha servido para nada. ¿En qué momento nuestro amor se convirtió en una cuenta corriente?

El otro día, mi vecina Pilar me preguntó por Lucía:

—Hace mucho que no la veo por aquí, Carmen. ¿Está bien?

No supe qué contestar. Me limité a sonreír y cambiar de tema. ¿Cómo explicar que mi hija solo venía cuando podía llevarse algo? Que desde que no hay dinero extra para regalarle —ni para ayudarle con el colegio privado de Samuel—, parece que ya no tiene tiempo para mí.

A veces pienso que he criado a una extraña. Recuerdo la última vez que discutimos. Fue hace dos meses, en mi cocina:

—Mamá, ¿de verdad no puedes ayudarme este mes? El colegio de Samuel es carísimo y Pedro está fatal en el trabajo…

—Lucía, ya te lo he dicho. Con la pensión apenas llego a fin de mes. No puedo más —le respondí, sintiendo cómo me ardían los ojos.

Ella bufó y recogió su bolso con brusquedad.

—Siempre igual. Cuando te necesito de verdad, te lavas las manos.

Me quedé sola, escuchando el portazo. Desde entonces, solo mensajes fríos por WhatsApp: “Feliz cumpleaños”, “Samuel está bien”, “Ya te llamo”.

He intentado hablarlo con mi hermana Mercedes:

—Carmen, no puedes seguir así. Tienes derecho a tu vida —me dice ella—. Lucía es adulta. No puedes ser su banco toda la vida.

Pero yo no sé ser otra cosa. No sé cómo dejar de preocuparme por ella, aunque me duela tanto este silencio.

El otro día soñé con mi madre. Me decía: “No confundas amor con sacrificio”. Me desperté llorando. ¿Y si he confundido ambas cosas toda mi vida? ¿Y si he enseñado a Lucía que el cariño se mide en billetes?

Hoy he vuelto a llamar a Lucía. He dejado sonar el teléfono hasta el final. Nadie ha contestado. He mirado las fotos antiguas: Lucía con trenzas en el parque del Oeste, Samuel de bebé en mis brazos…

La casa está llena de recuerdos y vacía de futuro.

Esta tarde he salido al mercado de Maravillas solo para escuchar voces humanas. He comprado naranjas y pan, aunque no tenía hambre. Al volver a casa he visto a una madre joven con su hija pequeña; reían juntas mientras compartían un helado. Me ha dolido el pecho.

¿Dónde fallé? ¿En qué momento se rompió el hilo invisible entre madre e hija? ¿Es culpa mía por haber dado demasiado? ¿O es simplemente la vida moderna, donde todo parece tener un precio?

A veces pienso en escribirle una carta a Lucía. Decirle que la quiero igual que siempre, aunque ya no pueda ayudarla con dinero. Que echo de menos a Samuel y sus abrazos pegajosos de chocolate. Pero me da miedo parecer patética o chantajista emocional.

Esta noche he puesto la mesa para dos por costumbre. He servido sopa para mí y he dejado el otro plato vacío. Me he sentado frente al hueco y he imaginado que Lucía entraba por la puerta diciendo: “Mamá, hoy vengo solo a verte”.

Pero la realidad es otra: el reloj avanza y el teléfono sigue mudo.

¿De verdad el amor puede convertirse en cuentas? ¿O es que nunca aprendimos a querernos sin condiciones? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?