Cuando el amor se convierte en prisión: La huida de Lucía

—¿A dónde vas a estas horas, Lucía? —La voz de Carmen, mi suegra, retumbó en el pasillo oscuro mientras yo intentaba, con manos temblorosas, meter unas pocas cosas en una bolsa. Mi corazón latía tan fuerte que temí que se oyera desde la cocina.

No respondí. No podía. Si abría la boca, las lágrimas me delatarían. Sentí cómo el miedo me paralizaba, pero también una fuerza desconocida me empujaba hacia la puerta. Había soportado demasiado: los reproches constantes de Carmen, las miradas frías de Álvaro, mi marido, que hacía años dejó de mirarme como a una persona y empezó a verme como a un mueble más de la casa.

—Lucía, ¿me oyes? —insistió Carmen, acercándose con su bata de flores y ese olor a colonia barata que siempre me revolvía el estómago.

—Voy a dar un paseo —mentí, sin mirarla a los ojos.

—¿A estas horas? ¿Y quién va a preparar el desayuno mañana? —Su tono era más acusador que preocupado.

Me mordí el labio. No iba a volver. No podía seguir viviendo así. Recordé la primera vez que Álvaro me gritó delante de su madre porque la tortilla estaba demasiado hecha. Yo tenía veintiséis años y acababa de mudarme a su piso en Vallecas. Pensé que era una discusión sin importancia, pero con el tiempo los gritos se hicieron rutina y los silencios aún más dolorosos.

Carmen se instaló con nosotros tras la muerte de su marido. Desde entonces, mi vida dejó de ser mía. Ella decidía qué comíamos, cómo debía vestir, incluso cuándo podía salir a ver a mis amigas. Álvaro nunca me defendió; al contrario, parecía disfrutar viéndome pequeña, sumisa.

—No tardes —dijo Carmen finalmente, dándome la espalda.

Salí al portal con el abrigo puesto sobre el pijama y la bolsa apretada contra el pecho. El aire frío de Madrid me golpeó la cara y sentí una punzada de libertad mezclada con terror. ¿A dónde iba? No tenía familia cerca; mis padres murieron hace años y mi hermana vive en Barcelona. Mis amigas se habían ido alejando poco a poco; ninguna entendía por qué seguía con Álvaro.

Caminé sin rumbo por las calles desiertas. Recordé las veces que intenté hablar con Álvaro:

—¿Por qué no podemos irnos solos un fin de semana? —le pregunté una tarde.

—¿Y dejar sola a mi madre? ¿Estás loca? —me respondió sin apartar la vista del móvil.

O cuando le confesé que me sentía sola:

—Eso son tonterías tuyas —me cortó—. Aquí tienes todo lo que necesitas.

Pero yo no tenía nada. Ni siquiera a mí misma. Me había perdido entre las paredes de ese piso pequeño donde cada rincón olía a resignación.

Esa noche caminé hasta Atocha y me senté en un banco. Vi pasar trenes y autobuses llenos de gente que iba o venía de algún sitio. Yo no tenía destino. Saqué el móvil y marqué el número de Marta, una antigua compañera del instituto con la que apenas hablaba ya.

—¿Lucía? ¿Qué pasa? —su voz sonó sorprendida.

—Perdona que te llame tan tarde… Necesito ayuda —mi voz se quebró.

Marta no dudó ni un segundo:

—Ven a mi casa. Te espero despierta.

Subí a un taxi y llegué al barrio de Chamberí temblando. Marta me abrazó fuerte al abrir la puerta. Lloré en sus brazos como una niña perdida.

Pasé los siguientes días en su sofá, sin apenas dormir ni comer. Cada vez que sonaba el móvil y veía el nombre de Álvaro o Carmen, sentía náuseas. No contesté ninguna llamada. Marta me animó a denunciar, pero yo no sabía si tenía fuerzas para enfrentarme a ellos.

—No tienes por qué volver —me repetía Marta—. Esto no es culpa tuya.

Pero yo sí sentía culpa. ¿Cómo iba a dejar sola a Carmen? ¿Y si Álvaro se volvía loco? ¿Qué dirían los vecinos? En España todavía pesa mucho el qué dirán, sobre todo para una mujer casada que decide romper con todo.

Una tarde, mientras Marta trabajaba, recibí un mensaje de mi hermana Laura:

«He hablado con Marta. Vente unos días a Barcelona.»

El miedo me paralizaba, pero también sentí una chispa de esperanza. Quizá allí podría empezar de cero.

Antes de irme, decidí volver al piso para recoger mis cosas. Marta insistió en acompañarme. Cuando llegamos, Carmen abrió la puerta con cara de funeral.

—¿Ya has terminado con tu numerito? —me espetó.

Álvaro apareció detrás:

—¿Vas a dejarme solo con ella? Eres una egoísta.

Sentí rabia por primera vez en mucho tiempo.

—No soy vuestra criada —dije con voz firme—. Me voy porque quiero vivir.

Carmen soltó una carcajada amarga:

—¿Vivir? ¿Y cómo vas a hacerlo sola? No vales para nada sin nosotros.

Marta me agarró del brazo y salimos juntas del piso mientras yo lloraba, pero esta vez no era de miedo sino de alivio.

En el tren hacia Barcelona miré por la ventana y pensé en todas las mujeres que siguen atrapadas en relaciones donde el amor se ha convertido en prisión. Pensé en mi madre, que nunca se atrevió a marcharse; en mis amigas que callan por vergüenza; en mí misma, que por fin había dado el paso.

Ahora escribo estas líneas desde la habitación de Laura, todavía asustada pero también ilusionada por lo que vendrá. No sé si seré capaz de reconstruir mi vida ni si algún día dejaré de sentir culpa o miedo.

Pero al menos ahora sé que merezco ser libre.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que el miedo y la costumbre decidan por nosotras? ¿Cuántas Lucías más tienen que escapar para que algo cambie?