La oveja negra de la familia: ser la hermana mayor de los gemelos
—¿Por qué siempre tienen que ser ellos? —grité, con la voz temblorosa, mientras mi madre cortaba el pan en la cocina. El cuchillo se detuvo en el aire y el silencio fue tan denso que casi podía masticarlo. Mis hermanos, Pablo y Marcos, estaban en el salón, riendo con un videojuego nuevo que, por supuesto, les habían comprado a ellos por sacar un notable en matemáticas. Yo, con mis sobresalientes en historia y literatura, apenas recibía una sonrisa distraída.
Mi madre se giró despacio, con esa mirada que mezcla cansancio y sorpresa. —¿Qué dices, Lucía? No empieces otra vez con tus tonterías.
No eran tonterías. Eran años de sentirme invisible desde que los gemelos llegaron a casa. Antes de ellos, era la princesa de papá, la niña de mamá. Pero desde su nacimiento, todo giraba en torno a ellos: sus alergias, sus partidos de fútbol, sus peleas interminables. Yo aprendí a hacerme pequeña, a no molestar, a sacar buenas notas sin pedir nada a cambio.
Pero ese día exploté. —No es justo. Nunca me escuchas. Solo te importan Pablo y Marcos. ¿Sabes siquiera cuál es mi libro favorito? ¿O cómo me fue en el examen de ayer?
Mi madre dejó el cuchillo y se apoyó en la encimera. —Lucía, tienes que entender que tus hermanos necesitan más atención. Son pequeños.
—¡Tienen trece años! Yo tenía su edad cuando ya me quedaba sola en casa cuidando de ellos —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Mi padre entró en ese momento, con el ceño fruncido. —¿Qué pasa aquí?
—Nada —dijo mi madre rápidamente—. Lucía está con sus cosas otra vez.
—Mis cosas… —repetí en un susurro. Me sentí tan sola que quise salir corriendo. Pero no lo hice. Me quedé allí, plantada como un árbol al que nadie riega.
Esa noche cenamos en silencio. Los gemelos cuchicheaban entre ellos y mi madre apenas me miraba. Mi padre intentó romper el hielo preguntando por el colegio, pero nadie le siguió la corriente. Cuando terminé de cenar, recogí mi plato y subí a mi habitación sin decir nada.
En mi cuarto, abrí el cuaderno donde escribo todo lo que no puedo decir en voz alta. «Hoy he gritado por primera vez lo que siento. Nadie ha escuchado. Quizá debería aprender a callar otra vez».
Al día siguiente, la tensión seguía flotando en el aire. Mi madre no me habló en todo el desayuno y los gemelos me miraban como si fuera un bicho raro. En el instituto, mi amiga Carmen notó que algo iba mal.
—¿Otra vez con tu familia? —me preguntó mientras compartíamos un bocadillo en el recreo.
—Sí… Es como si no existiera para ellos. Solo soy útil cuando hay que cuidar a los gemelos o cuando necesitan que alguien recoja la mesa.
Carmen suspiró. —A veces pienso que las madres no se dan cuenta del daño que hacen sin querer.
Esa tarde llegué a casa y encontré a mi abuela sentada en la cocina. Me miró con esos ojos sabios y tristes.
—Ven aquí, Lucía —me dijo—. Tu madre está preocupada por ti.
—¿Preocupada? Si ni siquiera me habla.
Mi abuela me acarició la mano. —Las madres también se equivocan. Pero tú tienes derecho a sentirte mal. No eres egoísta por querer ser vista.
Sus palabras me hicieron llorar por primera vez en mucho tiempo. Lloré hasta quedarme sin fuerzas.
Esa noche, mi madre entró en mi cuarto mientras fingía dormir.
—Lucía… —susurró—. No sé cómo hacerlo bien contigo últimamente. Todo lo hago mal.
Me di la vuelta y la miré a los ojos por primera vez en días.
—Solo quiero que me veas, mamá. Que no soy solo «la hermana mayor» o «la responsable». Soy tu hija también.
Ella se sentó a mi lado y me abrazó fuerte, como cuando era pequeña y tenía miedo a la oscuridad.
—Perdóname —me dijo—. A veces me olvido de lo mucho que vales porque sé que siempre estás ahí… Y eso no es justo para ti.
Por primera vez sentí que mis palabras habían llegado a algún sitio. Pero al día siguiente todo volvió a ser igual: los gemelos peleando por el mando de la tele, mi madre corriendo de un lado a otro, mi padre leyendo el periódico sin levantar la vista.
Y yo ahí, invisible otra vez.
Con el tiempo aprendí a buscar mi sitio fuera de casa: en el instituto, con mis amigas, escribiendo relatos para concursos literarios. Pero cada vez que volvía al salón y veía a mi familia reírse juntos sin mí, una parte de mí se rompía un poco más.
A veces pienso que ser la oveja negra no es tan malo si significa ser fiel a lo que sientes. Pero otras noches me pregunto si algún día dejarán de verme como la rara y empezarán a verme como Lucía: su hija, su hermana, una persona con voz propia.
¿De verdad está mal querer ser vista? ¿Cuántos de vosotros os habéis sentido alguna vez invisibles en vuestra propia familia?