¿Hasta dónde llega el amor cuando la sombra de una madre lo cubre todo?
—¿Todavía sigues en la cama, Lucía?— La voz de Carmen retumbó en el pasillo, tan afilada como siempre. Me incorporé sobresaltada, con el corazón latiendo a mil por hora. Eran las ocho y media de la mañana de un sábado cualquiera, y yo solo quería dormir un poco más. Pero en esta casa, eso era imposible.
—Álvaro tiene que desayunar antes de irse al trabajo— continuó ella, sin esperar respuesta. —¿No piensas prepararle nada?
Miré a mi lado. Álvaro seguía dormido, ajeno a la escena. Me pregunté, no por primera vez, si alguna vez se atrevería a enfrentarse a su madre. O a despertarse antes que yo.
Me levanté y fui a la cocina. Carmen ya estaba allí, cortando pan y mirando mi pijama con desaprobación.
—En mi época, las mujeres se levantaban antes que los hombres— murmuró.
No contesté. ¿Para qué? Llevaba seis meses viviendo aquí, en este piso antiguo del barrio de Chamberí, y cada día era una batalla silenciosa. Cuando me enamoré de Álvaro, pensé que su dulzura y su sentido del humor serían suficientes para superar cualquier obstáculo. Pero no contaba con Carmen.
La primera vez que la conocí, me abrazó fuerte y me dijo: “Bienvenida a la familia, hija”. Yo sonreí, ingenua, sin saber que ese abrazo era una advertencia disfrazada de cariño.
Aquel sábado, mientras preparaba café y tostadas, Carmen me observaba como un halcón. —¿Sabes que a Álvaro le gusta el café con leche muy caliente?— preguntó. —Y no le pongas mantequilla en la tostada, que le da acidez.
Asentí en silencio. Álvaro apareció en la cocina, despeinado y somnoliento.
—Buenos días— dijo, besándome en la mejilla.
Carmen le sirvió el café antes que yo pudiera moverme. —Toma, cariño. Como a ti te gusta.
Me senté frente a ellos y sentí una punzada de rabia. ¿Era yo la pareja de Álvaro o solo una invitada más?
Después del desayuno, Carmen empezó a hablar sobre los planes del día: había que ir al mercado, limpiar la casa y visitar a la tía Mercedes en el hospital. Álvaro asentía a todo sin rechistar.
—¿Y tú qué opinas, Lucía?— preguntó Carmen de repente.
—Yo… tenía pensado quedar con mi amiga Marta para tomar un café— respondí, intentando sonar segura.
Carmen frunció el ceño. —Bueno, ya veremos si te da tiempo después de ayudarme con las compras.
Álvaro me miró con una mezcla de culpa y resignación. No dijo nada.
Esa tarde, mientras caminábamos hacia el mercado cargando bolsas, le susurré:
—Álvaro, ¿no crees que podríamos tener un poco más de independencia? Quizá buscar nuestro propio piso…
Él suspiró. —Ya sabes cómo es mi madre… No quiero hacerle daño. Además, ahora mismo no podemos permitirnos otro alquiler.
Sentí ganas de gritarle que no era cuestión de dinero, sino de dignidad. Pero me callé. Otra vez.
Las semanas pasaron entre pequeñas discusiones y silencios incómodos. Carmen opinaba sobre todo: cómo debía vestir para ir al trabajo (“Ese vestido es demasiado corto”), cómo debía cocinar (“En mi casa nunca se ha hecho la tortilla así”), incluso sobre cuándo debíamos tener hijos (“No esperéis mucho, que luego vienen los problemas”).
Una noche, después de cenar, exploté.
—¡Estoy harta!— grité en medio del salón. —No puedo más con esta situación. Siento que no tengo voz ni voto en mi propia vida.
Carmen se quedó helada. Álvaro bajó la cabeza.
—Lucía…— empezó él.
—No, Álvaro. O pones límites o me voy.— Mi voz temblaba pero no me detuve.— No puedo seguir viviendo bajo las reglas de tu madre.
Carmen se levantó indignada. —¡Esta es mi casa! Aquí mando yo.
Me fui a mi habitación y lloré hasta quedarme dormida.
Al día siguiente, Álvaro entró en la habitación con los ojos rojos.
—He hablado con mi madre— dijo en voz baja.— Le he dicho que necesitamos nuestro espacio. Que te quiero y quiero estar contigo… pero también quiero que ella esté bien.
Lo abracé fuerte. Por primera vez sentí que quizá había esperanza.
Buscamos un piso pequeño cerca del Retiro. No era gran cosa, pero era nuestro. Carmen lloró durante días y nos llamó egoístas más de una vez. Pero poco a poco fue aceptando la nueva realidad.
La convivencia no fue fácil al principio: Álvaro tenía costumbres demasiado arraigadas y yo demasiadas heridas recientes. Pero aprendimos a negociar, a ceder y a defender nuestro espacio.
Hoy, cuando miro atrás, me pregunto si mereció la pena tanto sufrimiento por amor. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por alguien? ¿Dónde está el límite entre el amor y la renuncia a uno mismo?
A veces me despierto preguntándome: ¿habría sido más fácil rendirse? ¿O quizá el verdadero amor es aprender a luchar por uno mismo dentro de la pareja?