El último trozo de pan: una noche en Vallecas
—¡Mamá, Lucía se ha comido más que yo! —grita Sergio desde la cocina, su voz aguda atravesando las paredes finas del piso. Me quedo quieta, sentada en el borde de la cama, con las manos apretadas sobre las rodillas. El reloj marca las nueve y media, pero aquí, en nuestro pequeño piso de Vallecas, el tiempo parece haberse detenido en la misma angustia desde hace meses.
Lucía, mi hija mayor, responde con un bufido: —¡Mentira! Solo he cogido un trozo. ¡Mamá, dile algo!
Respiro hondo antes de levantarme. Camino despacio hasta la cocina, donde los dos están sentados frente a una mesa casi vacía. Solo queda un mendrugo de pan duro, el último del día. Los miro y siento que el pecho se me parte en dos. ¿Cómo explicarles que no hay más? ¿Cómo decirles que esta noche tampoco habrá cena?
—Chicos, por favor… —mi voz tiembla, pero intento mantenerme firme—. Compartidlo, ¿vale? Mañana veremos qué podemos hacer.
Sergio baja la cabeza y Lucía aparta la mirada. El silencio pesa más que el hambre. Me giro para que no vean las lágrimas que me arden en los ojos.
Hace un año, nunca habría imaginado esto. Trabajaba en una tienda de ropa en el centro, tenía turnos largos pero al menos podía llenar la nevera. Pero la tienda cerró con la última ola de despidos y desde entonces solo he encontrado trabajos esporádicos: limpiar escaleras, cuidar a la abuela de una vecina, repartir folletos bajo la lluvia. Nada fijo, nada suficiente.
Mi marido, Antonio, se fue hace tres años. Al principio llamaba a los niños cada semana, luego cada mes… Ahora ni siquiera sé si sigue en Madrid. A veces me pregunto si fue cobardía o simplemente cansancio. Yo no puedo permitirme ni lo uno ni lo otro.
—Mamá, ¿mañana habrá leche? —pregunta Sergio con voz baja.
No sé qué contestar. El cartón está vacío y el monedero también. Mañana es sábado y no hay comedor escolar. Me siento inútil, derrotada por algo tan simple como un vaso de leche.
—Haré lo posible —le digo, forzando una sonrisa—. Ahora a dormir, ¿vale?
Los acompaño a su habitación y los arropo como cuando eran pequeños. Lucía me mira con ojos grandes y tristes.
—No pasa nada, mamá —susurra—. Yo puedo aguantar sin cenar.
Me rompe el alma escucharla hablar así, como si tuviera que protegerme ella a mí. Cuando por fin se duermen, vuelvo a la cocina y recojo las migas del mantel. Me siento en la oscuridad y dejo que las lágrimas caigan sin hacer ruido.
Pienso en mi madre, en cómo ella también luchó sola para sacarnos adelante en un barrio aún más duro que este. Recuerdo sus manos ásperas y su voz firme: “Nunca te rindas, hija”. Pero ahora me siento tan cansada…
Al día siguiente salgo temprano a buscar trabajo. Recorro las calles con mi currículum arrugado en el bolso. Entro en bares, tiendas, incluso en una peluquería donde me miran de arriba abajo antes de decirme que no necesitan a nadie. En la cola del supermercado veo a Carmen, una vecina del bloque.
—¿Cómo estás, Ana? —me pregunta con tono preocupado.
—Tirando… —respondo sin ganas de mentir.
Ella baja la voz: —Si necesitas algo… ya sabes.
Asiento, pero no quiero pedir favores. Ya le debo demasiado a demasiada gente.
Por la tarde vuelvo a casa con las manos vacías y el corazón aún más pesado. Lucía me espera en la puerta.
—¿Has encontrado algo?
Niego con la cabeza y ella me abraza fuerte. Siento su cuerpo delgado temblar contra el mío.
Esa noche ceno solo un vaso de agua y un trozo de pan que Carmen me ha dejado colgado en la puerta envuelto en una servilleta. Los niños duermen temprano; dicen que están cansados pero sé que es hambre disfrazada de sueño.
El domingo por la mañana suena el timbre. Es mi hermana Elena, con una bolsa llena de comida: arroz, leche, galletas… Me abraza sin decir nada y yo lloro sobre su hombro como cuando era niña.
—No estás sola —me susurra—. No tienes por qué ser siempre la fuerte.
Durante el desayuno veo a mis hijos sonreír por primera vez en días. Lucía moja una galleta en la leche y Sergio ríe cuando se le cae dentro del vaso. Por un momento todo parece normal.
Pero sé que esto es solo un respiro; mañana volverán los mismos problemas. La nevera volverá a vaciarse y yo tendré que seguir luchando contra esa culpa que nunca desaparece.
A veces me pregunto si algún día podré mirar a mis hijos sin sentirme culpable por lo que les falta. ¿Cuántas madres más estarán ahora mismo sentadas en la oscuridad preguntándose lo mismo? ¿Hasta cuándo tendremos que elegir entre nuestra dignidad y el pan de cada día?