Mamá, ¿por qué no me dejas vivir?

—¡Mariana! ¡Mariana!—. El teléfono vibra y suena con insistencia a las 3:17 de la madrugada. Mi corazón late fuerte, como si presintiera una tragedia. Contesto con voz ronca y asustada:

—¿Mamá? ¿Qué pasó? ¿Estás bien?

—Ay, hija, perdón por despertarte, pero no encuentro el control de la televisión. No puedo dormir sin ver mis novelas.

Respiro hondo. Cierro los ojos. Siento rabia y culpa al mismo tiempo. Me levanto de la cama, me pongo los tenis y salgo corriendo bajo la lluvia ligera de la Ciudad de México. Vivo a veinte minutos de su departamento en la colonia Narvarte, pero cada vez que me llama así, siento que cruzo un océano de emociones encontradas.

Mi nombre es Mariana Torres. Tengo 38 años, soy abogada en un despacho que exige más de lo que paga, y desde que mi papá murió hace cinco años, mi madre se ha convertido en mi sombra. No está enferma. Camina, cocina, va al mercado y hasta juega dominó con sus amigas los jueves. Pero cuando cae la noche, cuando el silencio pesa en su departamento, me llama por cualquier cosa: una bombilla fundida, una receta olvidada o simplemente porque siente «un vacío en el pecho».

Esa noche llego empapada. Mi madre me recibe con su bata floreada y una sonrisa culpable.

—Perdón, hija. Es que me da miedo estar sola.

Le busco el control remoto (está debajo del cojín), le hago un té y la arropo como si fuera una niña. Me quedo hasta que se duerme y regreso a mi departamento cuando ya está amaneciendo. Al día siguiente llego tarde a la oficina. Mi jefe, el licenciado Ramírez, me mira con desaprobación.

—Otra vez tarde, Mariana. ¿Problemas familiares?

No sé qué responder. ¿Cómo explicarle que mi madre no me deja vivir? ¿Cómo decirle que la amo pero me asfixia? Mis compañeros cuchichean a mis espaldas:

—Pobre Mariana, siempre corriendo detrás de su mamá.

Esa semana todo se repite. El viernes por la noche estoy en una cita con Andrés, un arquitecto que conocí en una boda. Estamos riendo cuando vibra mi celular.

—¿Vas a contestar?— pregunta Andrés.

—Es mi mamá— suspiro.

Contesto. Mi madre llora porque escuchó un ruido en la ventana. Dice que alguien quiere entrar. Dejo a Andrés con la cuenta y corro otra vez a Narvarte. No hay nadie en la ventana, solo el viento moviendo las persianas.

Cuando regreso a casa, Andrés ya no responde mis mensajes. Me siento sola y furiosa. ¿Por qué mi madre no puede dejarme tener mi propia vida?

Un domingo decido hablar con ella.

—Mamá, tenemos que hablar en serio. No puedo seguir viniendo cada vez que te sientes sola o asustada. Yo también tengo una vida.

Ella baja la mirada y sus ojos se llenan de lágrimas.

—¿Me vas a abandonar como tu papá?

Siento un puñal en el pecho. La culpa me ahoga. Sé que no es justo, pero no puedo evitarlo.

—No te voy a abandonar, mamá. Pero necesito espacio para ser feliz.

Ella asiente en silencio, pero esa noche vuelve a llamarme porque «no puede respirar». La llevo al hospital; el doctor dice que es ansiedad.

En el trabajo me dan un ultimátum: o llego puntual o me despiden. Mis amigas dejan de invitarme a salir porque siempre cancelo a último minuto. Mi vida social se reduce a visitas al supermercado y noches en vela junto a mi madre.

Un día exploto. Grito, lloro y le digo cosas horribles:

—¡No puedo más! ¡Me estás arruinando la vida!

Ella se encierra en su cuarto y no sale en dos días. Me siento la peor hija del mundo.

Mi tía Rosa viene a visitarnos y me toma de las manos:

—Mariana, tu mamá siempre fue dependiente de los demás. Cuando tu papá vivía, él le resolvía todo. Ahora eres tú quien llena ese vacío.

—¿Y qué hago? ¿La dejo sola?

—No puedes vivir por ella ni ella por ti. Busca ayuda profesional para las dos.

Decido llevarla con una psicóloga del ISSSTE. Al principio se niega, dice que «no está loca», pero después accede porque ve que estoy al borde del colapso.

Las sesiones son duras. Descubro que mi madre tiene miedo al abandono desde niña; su propio padre la dejó cuando tenía seis años. Yo cargo con su miedo como si fuera mío.

Poco a poco aprendemos a poner límites. Le enseño a usar WhatsApp para que pueda hablar con sus amigas cuando se sienta sola. Contrato a una señora para que le ayude con las cosas de la casa dos veces por semana.

Empiezo a salir otra vez con Andrés; le explico mi situación y él me escucha sin juzgarme.

Un sábado por la tarde, mientras tomamos café en Coyoacán, mi madre me llama solo para decirme:

—Hija, disfruta tu día. Yo estoy bien.

Lloro de alivio y tristeza al mismo tiempo. Sé que el camino será largo, pero por primera vez siento que puedo respirar.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde llega el deber de una hija? ¿Cuándo es amor y cuándo es sacrificio? ¿Cuántos de ustedes han sentido esta culpa silenciosa? ¿Cómo han logrado encontrar un equilibrio entre cuidar a sus padres y cuidar de sí mismos?