El eco de las paredes vacías
—¿Así que esto es lo que valgo para ti? —La voz de Sergio retumbó en el salón vacío, rebotando contra las paredes desconchadas del viejo piso de mis padres en Vallecas. Yo temblaba, apretando la mano de Lucía, nuestra hija de seis años, que no entendía nada pero sentía el veneno en el aire.
No supe qué responder. El móvil de Sergio brillaba en su mano: había leído los mensajes. No eran míos, pero tampoco me creyó. La desconfianza ya había crecido como una hiedra entre nosotros desde hacía meses. Él me miró con un desprecio que nunca antes le había visto.
—Te quedas aquí. No quiero volver a verte —escupió, recogió su chaqueta y salió dando un portazo. El eco de sus pasos bajando las escaleras fue lo último que escuché antes del silencio más absoluto.
Me desplomé en el suelo, abrazando a Lucía. Ella lloraba bajito, como si no quisiera molestar más a nadie. Yo también lloré, pero por dentro. Había aprendido desde niña a no hacer ruido con mi dolor. Mi madre siempre decía: “Emilia, calladita estás más guapa”. Y yo callaba. Callé cuando mi padre se fue con otra mujer. Callé cuando Sergio empezó a llegar tarde y a mirarme como si fuera invisible.
Las primeras noches fueron un infierno. El piso estaba frío, húmedo, con manchas de moho en las esquinas y ventanas que no cerraban bien. Mi suegra llamó una vez para decirme que todo era culpa mía. Mi madre ni siquiera contestó al teléfono. Solo tenía a Lucía y una cuenta bancaria casi vacía.
—Mamá, ¿cuándo vuelve papá? —me preguntó Lucía una noche, acurrucada bajo una manta vieja.
—No lo sé, cariño —le mentí—. Pero estamos juntas, ¿vale? Eso es lo importante.
Intenté buscar trabajo, pero llevaba años sin trabajar fuera de casa. En cada entrevista sentía que me miraban como si fuera invisible o, peor aún, como si estuviera pidiendo limosna. Una tarde, después de otra negativa, me senté en un banco del parque y rompí a llorar. Una vecina, Carmen, se sentó a mi lado sin decir nada y me pasó un paquete de pañuelos.
—No eres la primera ni serás la última —me dijo—. Pero tienes que pelear por tu niña y por ti. Nadie más lo va a hacer.
Sus palabras me calaron hondo. Esa noche, mientras Lucía dormía, abrí el armario y saqué la vieja máquina de coser de mi abuela. Empecé a arreglar ropa para las vecinas por unos euros. No era mucho, pero era algo mío.
Los meses pasaron lentos y duros. Aprendí a remendar no solo pantalones rotos, sino también los pedazos de mi autoestima. Lucía empezó a sonreír otra vez cuando le cosí un vestido nuevo con retales de cortinas viejas. Yo también empecé a mirarme al espejo sin sentir vergüenza.
Un día, Sergio apareció en la puerta sin avisar. Estaba más delgado y tenía ojeras profundas.
—¿Puedo pasar? —preguntó con voz apagada.
Lucía corrió a abrazarle. Yo me quedé quieta, con el corazón encogido.
—He cometido un error —dijo él—. Pensé que me habías traicionado… pero era mentira. Me lo inventé porque necesitaba culpar a alguien de mi propia infelicidad.
No supe qué decirle. Durante años había esperado escuchar esas palabras, pero ahora sonaban huecas.
—¿Y ahora qué? —le pregunté.
Sergio miró alrededor: las paredes pintadas por Lucía, la mesa remendada con cinta adhesiva, la máquina de coser sobre la silla.
—No sé si puedo arreglarlo —susurró—. Pero quiero intentarlo.
Le miré largo rato. Recordé todas las veces que me callé por miedo a perderle; todas las veces que acepté menos de lo que merecía por no estar sola. Pero ya no era la misma Emilia.
—No sé si quiero que lo intentes —le respondí al fin—. Ahora sé vivir sin ti.
Sergio bajó la cabeza y se marchó sin protestar. Cerré la puerta tras él y sentí un alivio inmenso mezclado con miedo al futuro.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche en que nos dejó en este piso medio derruido. Lucía y yo hemos pintado juntas las paredes; he conseguido un trabajo fijo en una tienda del barrio; incluso he hecho amigas nuevas. A veces todavía tengo miedo, pero ya no me paraliza.
Me pregunto cuántas mujeres siguen callando su dolor por miedo al qué dirán o por no quedarse solas. ¿Cuántas Emilias hay en España hoy? ¿Y cuántas se atreverán a romper el silencio?