La Tentación de la Calle Mayor: Cuando el Juego se Vuelve Contra Uno Mismo
—¿De verdad crees que eres tan listo, Tristan? —La voz de Lucía retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la encimera. Yo apenas podía sostenerle la mirada. El móvil temblaba en mi mano, la pantalla aún iluminada con el vídeo que lo había cambiado todo.
Todo empezó una tarde de abril, cuando Madrid olía a lluvia y a café recién hecho. Caminaba por la Calle Mayor, distraído, cuando una chica de pelo rizado y sonrisa traviesa se me acercó. —Perdona, ¿sabes dónde está la Plaza de la Villa?— preguntó, aunque su acento madrileño la delataba como local. Me reí y le indiqué el camino, pero ella no se fue. —¿Te apetece un café?— soltó de repente. Dudé. Llevaba años casado con Lucía, pero últimamente nuestra relación era un campo de minas: discusiones por dinero, por los niños, por todo y por nada.
No sé qué me impulsó a aceptar. Quizá fue el deseo de sentirme visto otra vez, o simplemente el aburrimiento. Nos sentamos en una terraza y hablamos de todo: política, música, sueños rotos. Ella se llamaba Carmen y tenía una mirada que parecía atravesar mis defensas. Me sentí vivo, deseado, importante. Cuando me pidió mi número, no dudé en dárselo.
Esa noche, mientras Lucía preparaba la cena y los niños veían dibujos animados, recibí un mensaje: “¿Te atreves a más?”. Dudé unos segundos antes de responder. “¿Qué tienes en mente?”. Ella propuso vernos al día siguiente. El corazón me latía como si tuviera veinte años otra vez.
Lo que no sabía era que Carmen no era quien decía ser. Era una bloguera famosa en redes sociales por poner a prueba la fidelidad de los hombres casados. Su canal, «Tentaciones Urbanas», tenía miles de seguidores. Yo no lo sabía entonces; para mí era solo una chica interesante que me devolvía la ilusión perdida.
Al día siguiente, nos encontramos en el Retiro. Caminamos entre los castaños y ella me tomó de la mano. Sentí una mezcla de culpa y excitación. De repente, sacó el móvil y empezó a grabar.
—¿Te gustaría besarme? —preguntó en voz alta.
Me quedé paralizado. Dudé unos segundos que parecieron eternos y, finalmente, asentí. Ella sonrió y cortó la grabación.
—Gracias, Tristan —dijo con una voz que ya no sonaba dulce—. Esto era todo lo que necesitaba.
No entendí nada hasta que esa misma noche vi mi cara en todas las redes sociales. El vídeo se hizo viral: «Tristan, el infiel de Madrid». Los comentarios eran despiadados; algunos se reían, otros insultaban a mi familia.
Lucía lo vio antes que yo. Entró en el salón con los ojos llenos de lágrimas y furia.
—¿Cómo has podido? ¿Por qué nos haces esto? —gritó mientras los niños lloraban en la habitación contigua.
Intenté explicarme, pero las palabras se ahogaban en mi garganta. Todo lo que había construido se desmoronaba ante mis ojos: mi matrimonio, mi trabajo (mi jefe también vio el vídeo), mi dignidad.
Los días siguientes fueron un infierno. Los padres del colegio cuchicheaban a mis espaldas; mis amigos dejaron de llamarme. Lucía me echó de casa y tuve que dormir en el sofá de mi hermano Álvaro durante semanas.
Intenté contactar con Carmen para pedirle que borrara el vídeo, pero solo recibí silencio o burlas públicas en sus stories: «Si no tienes nada que ocultar, ¿por qué te molesta?».
Mi madre me llamó llorando: —¿Qué has hecho con tu vida, hijo? ¿En qué momento te perdiste?
No supe qué responderle. Me sentía vacío, humillado y solo. Empecé a beber más de la cuenta; perdí peso y las ganas de salir a la calle.
Un día, mientras paseaba por Lavapiés intentando evitar miradas conocidas, me encontré con Lucía. Iba con los niños; al verme, apartó la mirada y aceleró el paso. Mi hija pequeña me miró con tristeza y preguntó: —¿Papá va a volver a casa?
Esa noche lloré como un niño. Me di cuenta de que había perdido mucho más que una reputación online: había perdido la confianza de mi familia, el respeto de mis hijos y mi propia autoestima.
Intenté reconstruir mi vida poco a poco: terapia, pedir perdón a Lucía (aunque no me lo concedió), buscar trabajo lejos del centro para evitar las miradas. Pero nada volvió a ser igual.
A veces pienso en Carmen y en su canal. ¿De verdad hacía falta destruir vidas para conseguir likes? ¿Y yo? ¿Por qué caí tan fácilmente en la trampa?
Ahora vivo solo en un piso pequeño en Vallecas. Veo a mis hijos los fines de semana y sigo luchando por recuperar algo de dignidad.
Me pregunto cada noche: ¿Merece la verdad pública tanto sufrimiento privado? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por sentirnos vivos otra vez?
¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿Creéis que merezco una segunda oportunidad?