La maleta invisible: huir no siempre es rendirse

—¿Y para qué te arreglás tanto, Lucía? Si igual nadie te va a ver aquí —me lanza doña Rosa, la madre de mi esposo, mientras restriega las manos llenas de tierra en el delantal. Su voz, como siempre, suena a reproche, a sentencia.

Afuera, el viento golpea las ventanas de la casa de madera. El olor a estiércol y a leche fresca se mezcla con el café que hierve en la cocina. Mi hijo, Emiliano, duerme en la cuna improvisada al lado del fogón. Yo, en silencio, repaso mentalmente la lista: pañales, leche en polvo, dos mudas de ropa, los papeles… y el miedo.

No sé en qué momento dejé de ser Lucía para convertirme en «la mujer de Wojtek» —sí, así le dicen a mi esposo aquí en el pueblo, aunque su nombre real es Guillermo—. Desde que llegué a este rincón perdido de Veracruz, todo cambió. Pensé que el amor podía con todo. Qué ingenua fui.

—Lucía, apúrate con las tortillas —grita Guillermo desde el corral—. Mi papá quiere cenar temprano.

Me trago las ganas de contestar. No quiero otra pelea. Ya no tengo fuerzas para discutir sobre lo mismo: que no soy una sirvienta, que no vine aquí a criar vacas ni a limpiar gallineros. Pero aquí nadie escucha a una forastera. Aquí las mujeres callan y obedecen.

La primera vez que pensé en irme fue cuando doña Rosa me arrebató a Emiliano de los brazos porque «no lo estaba arropando bien». Me miró con ese desprecio silencioso que sólo las suegras saben usar y sentí que me desmoronaba por dentro. Pero luego vino la culpa: ¿cómo iba a dejar a Guillermo? ¿Cómo iba a criar sola a mi hijo?

Pero hoy es diferente. Hoy la rabia pesa más que el miedo.

—¿Por qué no ayudas más? —me reclama Guillermo esa noche mientras cenamos en silencio—. Mi mamá dice que no haces nada bien. Que ni siquiera sabes ordeñar una vaca.

—No vine aquí para eso —le respondo bajito, pero firme—. Yo tenía otros sueños.

Guillermo se ríe, una risa seca y amarga.

—¿Y qué sueños vas a tener tú? Aquí se hace lo que toca. Así fue siempre.

Miro a Emiliano dormido y siento que me ahogo. No quiero que mi hijo crezca creyendo que su madre es una sombra, una voz apagada entre los mugidos y los gritos del campo.

Esa noche, mientras todos duermen, abro el ropero y saco la vieja mochila azul que traje desde Xalapa. Empiezo a guardar lo esencial: los documentos, algo de ropa para Emiliano y para mí, un poco de dinero escondido entre los calcetines. Cada prenda doblada es un pedazo de esperanza y un gramo de culpa.

Me siento al borde de la cama y lloro en silencio. Pienso en mi mamá, allá lejos, en la ciudad, diciéndome que no me case tan joven, que primero termine la carrera. Pienso en mi papá, que nunca conocí. Pienso en todas las Lucías del pueblo, resignadas a vivir una vida que no eligieron.

El reloj marca las tres de la mañana cuando escucho pasos en el pasillo. Es doña Rosa.

—¿Qué haces despierta? —me pregunta con voz áspera.

—Nada… sólo me costó dormir —le miento.

Me mira con sospecha y luego se va. El corazón me late tan fuerte que temo despertar a Emiliano.

Al amanecer, todo sigue igual: los gallos cantan, las vacas mugen y yo sigo aquí, atrapada entre el deber y el deseo de huir. Pero ya tomé una decisión.

Después del desayuno, mientras todos están ocupados en el corral, tomo la mochila y a Emiliano en brazos. Camino despacio hacia la carretera de tierra roja que lleva al pueblo más cercano. Cada paso es una traición y una liberación.

De pronto escucho los gritos:

—¡Lucía! ¿A dónde vas? —es Guillermo, corriendo detrás de mí.

Me detengo. El sudor frío me recorre la espalda.

—No puedo más —le digo sin mirarlo—. No quiero esta vida para mi hijo ni para mí.

Guillermo me agarra del brazo con fuerza.

—¿Vas a dejarme solo con mis padres? ¿Vas a hacerme quedar mal ante el pueblo?

Siento la mirada de los vecinos clavada en mi espalda desde las ventanas entreabiertas.

—No se trata de ti —le respondo—. Se trata de nosotros. De lo que merecemos.

Guillermo me suelta y se queda parado en medio del camino, como si no entendiera nada. Sigo caminando sin mirar atrás.

Llego al pueblo con el corazón hecho trizas y la mochila pesando como nunca antes. Busco un teléfono público y llamo a mi mamá:

—Mamá… necesito volver a casa.

Del otro lado escucho su llanto ahogado y su promesa: «Aquí te espero, hija».

Esa noche duermo en una pensión barata con Emiliano abrazado a mi pecho. Afuera llueve otra vez, pero adentro siento un poco de paz por primera vez en años.

Sé que mañana vendrán los chismes, los juicios y quizás hasta amenazas de Guillermo o su familia. Sé que la vida no será fácil para una madre soltera en un país donde todavía pesa tanto el qué dirán. Pero también sé que hoy elegí vivir y no sobrevivir.

A veces me pregunto si fui valiente o cobarde por irme así. ¿Cuántas mujeres más están empacando maletas invisibles cada noche? ¿Cuántas se atreven a dar ese primer paso hacia su libertad?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu vida ya no te pertenece?