El último amanecer de Lucía: una madre ante el abismo

—¿Por qué a mi hija? —grité en silencio, apretando la mano diminuta de Lucía, que yacía inmóvil sobre la cama blanca del Hospital Gregorio Marañón. El sol apenas asomaba por la ventana, tiñendo la habitación de un naranja triste, como si el propio cielo supiera lo que estaba a punto de suceder. Mi marido, Álvaro, estaba sentado en una esquina, con la mirada perdida y los ojos hinchados de tanto llorar. Nadie se atrevía a romper el silencio salvo el pitido intermitente de las máquinas.

La noche anterior, Lucía había salido corriendo tras una pelota en el parque del Retiro. Un coche, un grito, y luego todo fue confusión y sirenas. Ahora, dos días después, los médicos nos miraban con esa mezcla de compasión y distancia profesional que tanto duele. La doctora Carmen se acercó despacio, como si temiera que cualquier palabra pudiera rompernos aún más.

—Marina —me dijo, usando mi nombre con una ternura que me desarmó—, hemos hecho todo lo posible. El daño cerebral es irreversible. Lucía no va a despertar.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Álvaro se levantó de golpe y salió al pasillo. Yo solo podía mirar a mi niña, tan pequeña, tan perfecta, con sus rizos oscuros y sus pestañas largas. ¿Cómo podía ser que ya no estuviera?

—Hay algo más —añadió Carmen—. Lucía podría ayudar a otros niños. Si ustedes lo permiten…

No terminó la frase. No hacía falta. Sabía lo que me estaba pidiendo. Donar los órganos de mi hija para que otros pudieran vivir. ¿Cómo se le pide eso a una madre? ¿Cómo se puede siquiera considerar?

Las horas siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi madre llegó desde Toledo, abrazándome tan fuerte que casi me rompió las costillas. Mi hermana Inés no paraba de llorar y repetía: “No puede ser, Marina, no puede ser”. Los amigos llamaban, pero yo no quería hablar con nadie. Solo quería estar con Lucía.

A las cinco de la tarde, entró una enfermera joven, Marta, con una voz suave y una canción en los labios. Empezó a tararear “Estrellita, ¿dónde estás?”, la nana favorita de Lucía. Me senté junto a la cama y le acaricié la frente.

—¿Te acuerdas cuando fuimos a ver los fuegos artificiales en San Isidro? —le susurré—. Dijiste que querías tocar las estrellas…

Álvaro volvió al cabo de un rato. Tenía el rostro desencajado pero los ojos firmes.

—Marina —me dijo—, si Lucía pudiera salvar a otros niños… ¿No querrías eso para ella? ¿No sería ese su último regalo?

Me derrumbé en sus brazos. Lloramos juntos durante minutos eternos. Pensé en todos esos padres que rezan cada noche por un milagro para sus hijos. Pensé en Lucía y en cómo siempre compartía sus juguetes en la guardería, en cómo me decía “mamá, hay que ayudar”.

La decisión fue como un puñal: sí, donaríamos sus órganos.

Firmamos los papeles entre sollozos. La doctora Carmen nos abrazó y nos prometió que Lucía sería tratada con todo el amor del mundo hasta el último segundo. Nos dejaron estar con ella hasta el final.

Recuerdo cada detalle: el olor a desinfectante, el sonido lejano de unos niños riendo en el pasillo, la luz dorada del atardecer colándose por la ventana. Marta seguía cantando bajito mientras yo le contaba a Lucía historias sobre dragones y princesas valientes.

Cuando llegó el momento, sentí que me arrancaban el alma. Pero también sentí algo más: una paz extraña, como si Lucía me susurrara al oído que todo estaría bien.

Días después supe que su corazón latía ahora en el pecho de un niño sevillano de tres años; su hígado había salvado a una niña en Valencia; sus riñones daban vida a dos pequeños en Barcelona y Zaragoza. No conocía sus nombres ni sus rostros, pero sentí que una parte de Lucía seguía aquí, iluminando otras vidas.

La casa está más silenciosa ahora. Su habitación sigue igual: los peluches alineados, los dibujos pegados en la pared, su osito favorito sobre la almohada. A veces entro y me siento en su cama, cierro los ojos e imagino su risa llenando el aire.

Mi familia ha cambiado para siempre. Mi madre reza cada noche por Lucía y por los niños que viven gracias a ella. Álvaro y yo nos apoyamos como podemos; hay días buenos y días en los que solo queremos gritarle al mundo por lo injusto que es todo esto.

A veces me pregunto si hice lo correcto. Si algún día podré perdonarme por dejarla ir así. Pero luego pienso en esos padres desconocidos que ahora pueden abrazar a sus hijos gracias al último acto de amor de Lucía.

¿Dónde termina el amor de una madre? ¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar por dar esperanza a otros? No sé si algún día encontraré respuestas, pero sé que Lucía sigue viva en cada latido nuevo que ella hizo posible.