Entre Dos Padres: La Decisión Más Difícil de Mi Vida
—¿Por qué no puedes entenderlo, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del salón. Mi madre, Carmen, me miró con esos ojos cansados de tantas noches sin dormir, y suspiró.
—Porque no es tan fácil como tú crees, Lucía. No lo es para nadie —respondió ella, bajando la mirada hacia sus manos temblorosas.
Esa noche, la víspera de mi boda, la casa olía a tortilla de patatas y a nervios. Las luces del pasillo parpadeaban como si también ellas dudaran de lo que iba a pasar. En mi habitación, el vestido blanco colgaba como un fantasma, recordándome que mañana debía tomar una decisión que podía romperme por dentro: ¿quién me acompañaría hasta el altar? ¿Manuel, mi padre biológico, o Antonio, el hombre que me crió desde que tenía cinco años?
El timbre sonó. Era Manuel. Llegó con su chaqueta de cuero gastada y esa sonrisa torpe que siempre me hacía sentir incómoda. No venía mucho por casa; su presencia era un recordatorio constante de todo lo que faltaba en mi vida. Se sentó en el sofá sin decir palabra, mirando las fotos familiares en la estantería. Antonio estaba en la cocina, cortando pan con una fuerza innecesaria.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —preguntó Manuel, rompiendo el silencio. Asentí y salimos al balcón.
—Sé que no he sido el mejor padre —empezó, evitando mi mirada—. Pero sigo siendo tu padre. Y mañana… mañana quiero estar a tu lado.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé los cumpleaños en los que no vino, las Navidades en las que ni siquiera llamó. Pero también recordé cómo me enseñó a montar en bici una tarde de verano en el Retiro, cuando aún creía que todo era posible.
—No sé qué hacer —susurré—. Antonio ha estado siempre ahí. Me ha cuidado cuando tenía fiebre, me ha llevado al colegio cada día…
Manuel apretó los labios y asintió.
—Lo sé. Y le estoy agradecido por eso. Pero yo también te quiero, Lucía.
Entré de nuevo en casa con el corazón hecho trizas. Antonio me esperaba en la cocina, fingiendo buscar algo en el cajón de los cubiertos.
—¿Todo bien? —preguntó sin mirarme.
—No —respondí—. No sé cómo elegir. No quiero hacer daño a ninguno de los dos.
Antonio dejó el cuchillo sobre la encimera y se giró hacia mí. Sus ojos estaban húmedos.
—No tienes que elegirme a mí para demostrarme nada. Yo sé lo que somos tú y yo —dijo con voz ronca—. Pero si decides que sea él… lo entenderé.
Me abracé a él como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas. Sentí su mano grande acariciando mi pelo y supe que, pasara lo que pasara mañana, ese amor no iba a cambiar.
La noche avanzó entre susurros y lágrimas contenidas. Mi hermana pequeña, Marta, entró en mi habitación mientras intentaba dormir.
—¿Por qué no van los dos contigo? —sugirió con esa lógica infantil que a veces parece tan sencilla y tan imposible a la vez.
Me reí entre lágrimas.
—No creo que mamá lo permita —dije—. Y tampoco sé si ellos querrían compartir ese momento.
Marta se encogió de hombros y se metió en mi cama, como cuando éramos pequeñas y compartíamos secretos bajo las sábanas.
A las tres de la mañana escuché voces en el salón. Me levanté descalza y vi a Manuel y Antonio sentados frente a frente, con una botella de vino medio vacía entre ellos.
—Nunca quise quitarte tu lugar —decía Antonio—. Pero Lucía necesitaba un padre.
—Lo sé —respondió Manuel—. Y te lo agradezco más de lo que puedes imaginar. Yo… yo no supe estar a la altura.
Me quedé en la puerta, sin atreverme a entrar. Por primera vez vi a los dos hombres más importantes de mi vida hablando sin reproches ni rencor, solo con la verdad desnuda entre ellos.
Amaneció antes de que pudiera decidir nada. El vestido seguía allí, blanco e inmaculado, esperando una respuesta. Mi madre entró en la habitación con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Sea lo que sea lo que decidas, te queremos igual —me dijo—. Pero tienes que ser valiente y pensar en lo que tú necesitas, no en lo que esperan los demás.
En la iglesia, el murmullo de los invitados llenaba el aire de expectación. Me temblaban las manos mientras sujetaba el ramo. Miré hacia atrás y vi a Manuel y Antonio juntos, esperando mi decisión.
Respiré hondo y avancé hacia ellos. Les tendí una mano a cada uno.
—No puedo elegir entre vosotros porque os necesito a los dos —dije en voz baja—. Sois mis padres, cada uno a su manera.
Caminamos juntos hacia el altar mientras sentía cómo se cerraban heridas antiguas y se abrían caminos nuevos para mi familia.
Ahora, mientras escribo esto desde la habitación del hotel después de la boda, me pregunto: ¿Cuántas familias viven divididas por decisiones imposibles? ¿Y si aprender a perdonar fuera el primer paso para sanar? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?