Cuando el pasado vuelve: El secreto de la novia
—Mamá, por favor, ven conmigo. Es importante para mí —me suplicó Álvaro, mi hijo, con esa mirada que siempre me desarma. No era mi círculo, ni mi familia, pero él insistió tanto que no pude negarme. Así que me puse el vestido azul que guardaba para ocasiones especiales, recogí mi pelo con esmero y me senté en la iglesia, rodeada de desconocidos, flores blancas y murmullos nerviosos.
El órgano comenzó a sonar y todos se pusieron en pie. La novia apareció en la puerta, radiante, del brazo de un hombre mayor. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Sus ojos, su sonrisa… Era imposible. Me aferré al banco, el corazón desbocado. No podía ser. Pero sí lo era: era Lucía, la hija que tuve que dar en adopción hace veintidós años.
Mi mente se llenó de imágenes del pasado: yo, con dieciocho años, embarazada y sola en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Mi madre gritándome: “¡Has traído la vergüenza a esta casa!” Mi padre sin mirarme a los ojos durante semanas. La decisión tomada entre lágrimas y susurros: “Es lo mejor para todos.” Y yo, firmando papeles con las manos temblorosas, despidiéndome de mi bebé sin siquiera poder abrazarla.
—¿Estás bien, mamá? —susurró Álvaro, preocupado por mi palidez.
—Sí… sí, cariño —mentí, incapaz de apartar la vista de Lucía.
La ceremonia transcurrió como en un sueño. Cada palabra del cura me sonaba lejana. Cuando los novios salieron entre arroz y vítores, me quedé sentada, incapaz de moverme. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Por qué la vida me ponía delante a la hija que nunca pude olvidar?
En el banquete, Álvaro me presentó a sus amigos. Cuando llegó el turno del novio, Sergio, y de su ya esposa Lucía, sentí que el aire me faltaba.
—Mamá, esta es Lucía —dijo Álvaro—. Es como una hermana para mí.
Lucía me sonrió con dulzura. Sus ojos verdes eran idénticos a los de mi abuela Carmen.
—Encantada —dijo ella—. Álvaro siempre habla maravillas de ti.
No pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. Disimulé como pude.
Durante la comida, no dejaba de mirarla. Cada gesto suyo era un eco del pasado: cómo se reía tapándose la boca, cómo inclinaba la cabeza al escuchar… Era como verme a mí misma a su edad.
En un momento dado, Lucía se acercó a mí en la terraza del restaurante.
—¿Está todo bien? —me preguntó con preocupación sincera—. Pareces emocionada.
No sabía qué decirle. ¿Cómo explicarle que era su madre biológica? ¿Que había pensado en ella cada día desde aquel adiós forzado?
—Es solo… nostalgia —balbuceé—. Me recuerdas a alguien muy importante para mí.
Ella sonrió y apoyó su mano en mi brazo.
—A veces siento que me falta una parte de mi historia —confesó bajito—. Mis padres adoptivos son maravillosos, pero siempre he tenido esa sensación…
Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarla y decirle la verdad, pero el miedo me paralizaba. ¿Y si me odiaba? ¿Y si arruinaba su día más feliz?
La fiesta continuó entre risas y bailes. Yo apenas podía mantener la compostura. En un momento dado, vi a Lucía hablando con una mujer elegante que no dejaba de mirarme de reojo. Era su madre adoptiva. Me acerqué al baño para recomponerme y allí la encontré esperándome.
—¿Usted es…? —empezó ella, con voz temblorosa.
Asentí antes de que terminara la frase.
—No quiero problemas —susurró—. Lucía es feliz. No le haga daño ahora.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas.
—Solo quiero verla feliz —respondí—. No pienso arrebatarle nada.
Salí del baño con el alma hecha trizas. Álvaro me encontró poco después.
—Mamá, ¿qué te pasa? Nunca te había visto así.
No podía seguir callando. Lo llevé aparte y le conté todo: mi embarazo adolescente, la presión familiar, la renuncia forzada… y que Lucía era su hermana.
Álvaro se quedó mudo unos segundos.
—¿Por qué nunca me lo contaste? —susurró al fin.
—Quería protegerte… protegernos a todos —lloré—. Pero ahora no sé si hice bien o mal.
Me abrazó fuerte.
—Mamá… tienes que hablar con ella algún día. Merece saberlo.
La noche terminó y volví a casa con el corazón desgarrado entre el pasado y el presente. No sé si algún día tendré el valor de confesarle a Lucía toda la verdad. Pero desde ese día, cada vez que veo su sonrisa en las fotos que comparte Álvaro por WhatsApp, siento una mezcla de orgullo y dolor imposible de explicar.
A veces me pregunto: ¿cuántos secretos guardamos las madres por miedo al qué dirán? ¿Cuántas vidas se ven marcadas por decisiones tomadas bajo presión? ¿Vosotros habríais hecho lo mismo que yo?