Entre Sombras y Luces: El Precio de la Soledad

—¿Sabes, Marcos? Creo que tu mujer no te valora como mereces.

La frase de Lucía retumbó en mi cabeza como un eco imposible de acallar. Era jueves, las seis y media de la tarde, y la oficina ya estaba casi vacía. El zumbido de las impresoras y el tecleo lejano de algún rezagado eran el telón de fondo perfecto para ese comentario que, sin saberlo, iba a desatar un terremoto en mi vida.

Lucía llevaba apenas dos semanas en la empresa. Era de esas personas que parecen leer entre líneas, que te miran a los ojos y te hacen sentir que todo lo que dices importa. Yo, en cambio, llevaba años sintiéndome invisible. Mi mujer, Carmen, y yo apenas cruzábamos palabras más allá de lo imprescindible: la lista de la compra, los horarios de los niños, las facturas. El amor se había convertido en rutina, y la rutina en silencio.

—¿Por qué dices eso? —pregunté, intentando sonar indiferente.

Lucía sonrió con una mezcla de picardía y compasión.

—Te observo, Marcos. Siempre llegas puntual, trabajas más horas que nadie y nunca te quejas. Pero cuando hablas de tu casa… no sé, parece que cargas con un peso enorme.

Me quedé callado. No sabía si sentirme halagado o avergonzado. ¿Tan evidente era mi infelicidad?

—¿Te apetece dar un paseo después del trabajo? —propuso ella, como si fuera lo más natural del mundo.

Dudé unos segundos. ¿Qué podía perder? Carmen estaría ocupada con sus clases de pilates y los niños con sus deberes. Nadie notaría mi ausencia.

—Vale —respondí finalmente—. Un paseo no le hace daño a nadie.

Salimos juntos por la Gran Vía, entre el bullicio de Madrid al atardecer. Lucía hablaba con soltura sobre su vida: había dejado una relación tóxica hacía poco, se había mudado sola a un piso pequeño en Lavapiés y aún no conocía a nadie en la ciudad. Yo escuchaba, fascinado por su valentía y su sinceridad.

—¿Nunca has pensado en hacer algo solo para ti? —me preguntó de repente—. Algo que te haga feliz, sin pensar en los demás.

Me pilló desprevenido. Hacía años que no me hacía esa pregunta. Mi vida giraba en torno a los demás: mi jefe, mis hijos, mi mujer… ¿Y yo?

—No lo sé —admití—. Supongo que me acostumbré a no esperar nada.

Lucía me miró con ternura.

—Eso es muy triste, Marcos.

Caminamos hasta el Retiro y nos sentamos en un banco frente al lago. El aire olía a castañas asadas y hojas húmedas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien me escuchaba de verdad.

Esa noche llegué a casa más tarde de lo habitual. Carmen ni siquiera levantó la vista del móvil cuando entré.

—¿Has cenado? —preguntó sin emoción.

—Sí —mentí.

Subí a ver a mis hijos. Marta dormía abrazada a su peluche y Diego jugaba con la tablet bajo las sábanas. Les di un beso en la frente y cerré la puerta con cuidado.

En la cama, junto a Carmen, el silencio era tan espeso que costaba respirar. Pensé en Lucía, en su risa contagiosa y su manera de mirarme como si aún tuviera algo valioso dentro.

Los días siguientes busqué excusas para coincidir con ella en la oficina: un café rápido, una charla sobre un informe… Cada vez me sentía más vivo a su lado y más muerto en casa. Empecé a llegar tarde sin dar explicaciones. Carmen apenas lo notaba; parecía vivir en otro mundo.

Un viernes por la tarde, Lucía me propuso ir a tomar algo después del trabajo.

—No tienes que darme explicaciones —dijo—. Solo quiero pasar un buen rato contigo.

Acepté sin pensarlo demasiado. Nos reímos, compartimos confidencias y terminamos caminando bajo la lluvia por Malasaña. Cuando me despedí de ella en el portal de su casa, sentí una punzada de culpa… pero también una chispa de esperanza.

Esa noche Carmen me esperaba despierta.

—¿Dónde estabas? —preguntó con voz fría.

—Con unos compañeros —mentí otra vez.

Ella me miró fijamente. Por primera vez en meses parecía realmente interesada en mi respuesta.

—¿Hay algo que quieras contarme?

Negué con la cabeza y me fui al baño. Me miré al espejo: ojeras profundas, barba descuidada… ¿Quién era ese hombre?

El sábado por la mañana Carmen explotó:

—¡No puedo más! —gritó mientras los niños desayunaban en silencio—. No eres el mismo desde hace semanas. ¿Te pasa algo conmigo? ¿Hay otra mujer?

El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

—No hay nadie —mentí por tercera vez—. Solo estoy cansado.

Carmen rompió a llorar delante de los niños. Marta se abrazó a su madre y Diego bajó la cabeza avergonzado. Sentí una rabia sorda contra mí mismo por haber llevado a mi familia a ese punto.

Esa tarde salí a caminar solo por el barrio. Pensé en todo lo que había perdido: la complicidad con Carmen, las risas con mis hijos, incluso el respeto por mí mismo. ¿De verdad podía culparla solo a ella? ¿O era yo quien había dejado morir el amor?

El lunes siguiente Lucía me esperaba junto a la máquina de café.

—¿Estás bien? —preguntó preocupada.

—No lo sé —admití—. Creo que he destrozado mi familia sin darme cuenta.

Ella me puso una mano en el hombro.

—A veces hay que tocar fondo para volver a empezar.

Esa noche hablé con Carmen como no lo hacía desde hacía años. Le conté todo: mi soledad, mis miedos, incluso mi amistad con Lucía. Lloramos juntos hasta quedarnos sin lágrimas. No sé si podremos salvar nuestro matrimonio, pero al menos volvimos a mirarnos a los ojos sin rencor.

Ahora camino solo cada tarde por Madrid, intentando encontrar respuestas entre el ruido y las luces de la ciudad. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por haber buscado fuera lo que quizá nunca supe cuidar dentro.

¿De verdad sabemos valorar lo que tenemos antes de perderlo? ¿O solo aprendemos cuando ya es demasiado tarde?