Entre las lágrimas de mi madre: el precio de elegir mi propio camino

—¿Pero cómo puedes hacerme esto, Lucía? ¿No ves todo lo que he sacrificado por ti?— La voz de mi madre retumbaba en las paredes del salón, mezclándose con el eco de su llanto. Yo tenía diecinueve años y las manos me temblaban tanto que apenas podía sostener la carta de admisión al Conservatorio Superior de Música de Madrid.

Mi padre, sentado en el sillón, miraba al suelo. Siempre había sido un hombre silencioso, pero esa tarde su silencio era más pesado que nunca. Mi madre, Carmen, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me miró como si no me reconociera.

—Mamá, por favor… No quiero estudiar Derecho. No quiero ser abogada. Quiero ser música. Quiero vivir de lo que amo— le dije, la voz quebrada pero firme. Ella negó con la cabeza y se levantó de golpe.

—¡Eso no es una carrera! ¡Eso es un capricho! ¿Tú sabes lo que cuesta vivir en este país siendo artista? ¿Sabes cuántos músicos acaban dando clases particulares por cuatro duros?— gritó, y sentí cómo cada palabra era una piedra lanzada contra mis sueños.

En ese momento, sentí que el aire se volvía irrespirable. Mi madre siempre había soñado con que yo siguiera sus pasos: una carrera estable, un despacho en el centro de Madrid, respeto y seguridad. Pero yo solo pensaba en los veranos en el pueblo de mi abuela, cuando tocaba la guitarra bajo los castaños y sentía que el mundo era mío.

Esa noche dormí poco. Escuché a mis padres discutir en la cocina. Mi madre lloraba y repetía que yo iba a arruinar mi vida. Mi padre intentaba calmarla, pero también le oí decir: “Quizá deberíamos dejarla elegir”.

Al día siguiente, mi madre no me habló. Durante semanas, la casa se llenó de silencios incómodos y miradas frías. Yo iba a clase con un nudo en el estómago y volvía deseando que todo fuera un mal sueño. Pero no lo era.

El día que hice la maleta para mudarme a Madrid, mi madre me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No te vayas… Por favor, Lucía. No me hagas esto.

Pero yo ya había tomado mi decisión. Me fui con el corazón roto y una culpa que me acompañaría durante años.

La vida en Madrid no fue fácil. Compartía piso con otras dos chicas en Lavapiés y trabajaba los fines de semana en una cafetería para pagarme los gastos. A veces tenía que elegir entre cenar caliente o comprar cuerdas nuevas para la guitarra. Pero cada vez que subía al escenario del pequeño bar donde tocaba los jueves por la noche, sentía que todo valía la pena.

Mi madre y yo apenas hablábamos. Cuando llamaba a casa, ella preguntaba por mis notas, por si ya había encontrado un trabajo “de verdad”. Yo le contaba poco; no quería preocuparla más. Mi padre venía a verme de vez en cuando y me traía tuppers con croquetas y tortilla de patatas. Siempre me decía: “Tu madre te quiere mucho, pero le cuesta entenderlo”.

Pasaron los años. Terminé el conservatorio y empecé a tocar con un grupo de jazz en pequeños festivales por toda España. Ganábamos poco, pero éramos felices. A veces veía a mis amigas del instituto en Instagram: algunas ya tenían hijos, otras trabajaban en despachos o en bancos. Yo vivía al día, pero sentía que estaba donde debía estar.

Un día recibí una llamada inesperada. Era mi madre. Su voz sonaba cansada.

—Lucía… ¿Puedes venir a casa este fin de semana?—

Volví a nuestro piso de siempre en Chamberí. Al entrar, vi a mi madre sentada en la mesa del comedor, con una caja llena de fotos antiguas.

—He estado pensando mucho…— empezó ella, sin mirarme directamente—. Quizá fui demasiado dura contigo. Solo quería lo mejor para ti… Pero ahora veo que no puedo vivir tu vida por ti.

Me quedé en silencio, sin saber qué decir. Ella sacó una foto mía tocando la guitarra en el pueblo y sonrió con tristeza.

—Siempre fuiste feliz con la música… Yo solo tenía miedo de verte sufrir.

Nos abrazamos y lloramos juntas por primera vez en años. Sentí cómo una parte del peso que llevaba encima se deshacía poco a poco.

Hoy tengo treinta años y sigo tocando música. No soy famosa ni rica, pero vivo de lo que amo. Mi madre viene a verme a los conciertos y presume ante sus amigas de “mi hija la artista”. A veces discutimos todavía —ella nunca dejará de preocuparse— pero ahora nos entendemos mejor.

A veces me pregunto: ¿Habría sido más feliz siguiendo el camino que mi madre soñó para mí? ¿O el dolor era necesario para encontrar mi propia voz? ¿Cuántos hijos e hijas viven atrapados entre los sueños ajenos y los propios?

¿Y tú? ¿Alguna vez has tenido que elegir entre lo que amas y lo que otros esperan de ti?