Secretos en la Red: La traición de mi nuera

—¿Por qué, Mariana? ¿Por qué lo harías? —me pregunté en silencio, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que podía romperlo. Eran las dos de la madrugada y el resplandor azul de la pantalla iluminaba mi rostro cansado. No podía dormir. Desde que vi esa foto en la aplicación de citas, mi corazón no ha dejado de latir con violencia.

Todo comenzó hace una semana, cuando mi amiga Rosa me llamó para contarme que había visto a alguien muy parecido a Mariana, mi nuera, en una página de citas. No quise creerlo. Mariana siempre fue dulce conmigo, y aunque a veces sentía que era demasiado reservada, nunca imaginé algo así. Pero la curiosidad pudo más que el miedo y, esa noche, me creé un perfil falso para buscarla.

Ahí estaba. Su sonrisa, su lunar junto al ojo izquierdo, la blusa azul que le regalé en Navidad. No había duda. «Busco nuevas emociones», decía su biografía. Sentí un frío recorrerme el cuerpo. ¿Y mi hijo? ¿Y Emiliano? ¿Sabía algo de esto? ¿O era yo la única atrapada en esta pesadilla?

No dormí esa noche. Al amanecer, preparé café y me senté en la mesa de la cocina, mirando las fotos familiares pegadas en la nevera. Emiliano y Mariana se casaron hace tres años. Yo crié a Emiliano sola desde que su padre nos dejó por otra mujer. Juré que nunca dejaría que nadie le hiciera daño a mi hijo. Pero ahora… ¿qué debía hacer?

—¿Mamá, estás bien? —me preguntó Emiliano al entrar a la cocina.

—Sí, hijo, sólo no dormí bien —mentí, evitando su mirada.

Él se acercó y me abrazó. Sentí el peso de la mentira entre nosotros, una sombra oscura que crecía cada día más.

Durante días observé a Mariana con otros ojos. Noté cómo se encerraba en el baño con el celular, cómo sonreía sola mientras escribía mensajes. Una tarde, mientras preparábamos enchiladas para la comida familiar del domingo, le pregunté:

—¿Todo bien con Emiliano?

Ella se sobresaltó y dejó caer una cuchara.

—Sí, claro, ¿por qué lo preguntas?

—No sé… últimamente te noto distraída.

—Es el trabajo —respondió rápido, sin mirarme.

Mentía. Lo sabía. Pero no tenía pruebas más allá de las fotos y los mensajes públicos en esa aplicación.

El domingo llegó y la casa se llenó del bullicio de mis nietos y los chismes de mis hermanas. Mariana parecía nerviosa, revisando su celular cada cinco minutos. Emiliano estaba feliz, ajeno a todo.

Por la noche, después de que todos se fueron, me senté en la sala con Mariana. El silencio era incómodo.

—Mariana… —empecé, pero ella me interrumpió.

—¿Pasa algo, Lucía?

La miré a los ojos y vi miedo. Decidí no confrontarla aún. No podía destruir a mi hijo sin estar segura de todo.

Esa noche lloré en silencio. Recordé cómo luché por sacar adelante a Emiliano: los turnos dobles en el hospital, las noches sin cenar para que él tuviera leche y pan. ¿Cómo podía protegerlo ahora?

Al día siguiente fui al mercado y me encontré con Rosa.

—¿Supiste algo más? —me preguntó en voz baja.

—No sé qué hacer —le confesé—. Si le digo a Emiliano, puede que todo termine mal. Pero si no le digo…

Rosa me tomó la mano.

—Lucía, es tu hijo. Merece saber la verdad.

Esa tarde decidí hablar con Mariana. La cité en un café lejos de casa para evitar escándalos.

—Mariana, sé lo de la aplicación —le dije directo.

Ella palideció y bajó la mirada.

—No es lo que piensas…

—¿Entonces qué es? —pregunté con voz temblorosa.

Mariana empezó a llorar.

—Me siento sola, Lucía. Emiliano trabaja todo el día. Yo… sólo quería sentirme viva otra vez. No he conocido a nadie en persona, lo juro. Sólo hablo con gente para distraerme…

Sentí rabia y compasión al mismo tiempo.

—¿Y pensaste en Emiliano? ¿En tus hijos?

—No quería hacerles daño —susurró—. Pero ya no sé cómo hablar con él…

Me quedé callada unos minutos. Pensé en mi propio matrimonio fallido, en las veces que quise huir pero no tuve el valor ni las herramientas para hacerlo bien.

—Tienes que hablar con él —le dije finalmente—. No puedo cargar yo sola con este secreto.

Mariana asintió entre lágrimas.

Esa noche fue un infierno. Escuché desde mi cuarto los gritos ahogados de Emiliano cuando Mariana le confesó todo. Luego el silencio absoluto. Al día siguiente, Emiliano se fue temprano sin despedirse. Mariana se encerró en su cuarto y no salió ni para comer.

Pasaron semanas así. La familia entera empezó a notar el ambiente tenso. Mis hermanas cuchicheaban a mis espaldas; mis nietos preguntaban por qué papá ya no reía como antes.

Un día Emiliano regresó temprano del trabajo y me encontró llorando en la cocina.

—Mamá… ¿por qué no me dijiste nada?

No supe qué responderle. Lo abracé fuerte y lloramos juntos.

—Sólo quería protegerte —le susurré—. Pero no sé si hice bien o mal…

Emiliano se separó y me miró con tristeza.

—A veces proteger también es dejar ir, mamá.

Hoy Mariana y Emiliano están intentando reconstruir su matrimonio con ayuda profesional. Yo sigo aquí, cuidando a mis nietos y preguntándome si hice lo correcto al intervenir o si debí quedarme callada.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a sus hijos? ¿Habrían hecho ustedes lo mismo?