Años robados: La historia de Lucía en un barrio de Madrid

—¿Quién demonios ha dejado estos zapatos aquí? —me pregunté en voz baja, con el corazón acelerado, mientras giraba la llave en la cerradura de nuestro piso en Vallecas. El eco de una risa femenina, desconocida y estridente, me llegó desde la cocina. No era la voz de mi marido, ni la de mi hijo, ni siquiera la de mi madre, a la que había dejado esa mañana en el hospital Gregorio Marañón tras otra noche sin dormir.

Me quedé quieta, con las bolsas de la compra colgando de los dedos entumecidos. El olor a café recién hecho y a perfume barato me golpeó como una bofetada. Cerré los ojos un instante, deseando que todo fuera un malentendido, una pesadilla más de las muchas que me perseguían desde que papá murió y tuve que hacerme cargo de todo: de mamá, de Sergio, de la hipoteca, del trabajo en el supermercado…

—¿Lucía? —la voz de mi marido, Andrés, sonó nerviosa, como si le hubieran pillado robando en El Corte Inglés.

Entré en la cocina. Allí estaba él, con el pelo revuelto y la camisa medio abotonada. A su lado, una mujer joven —demasiado joven— se reía mientras removía el azúcar en su café. Me miró con descaro, sin molestarse en disimular.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunté, aunque ya lo sabía. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

Andrés balbuceó algo sobre una compañera del trabajo que había venido a hablarle de un proyecto. La chica —Leticia, según supe después— se encogió de hombros y me miró como si yo fuera una intrusa en mi propia casa.

No recuerdo cómo salí de allí. Solo sé que las bolsas cayeron al suelo y las naranjas rodaron por el pasillo. Bajé corriendo las escaleras, sin mirar atrás, mientras las lágrimas me nublaban la vista. Me senté en el portal, temblando. El ruido del tráfico madrileño era ensordecedor, pero dentro de mí solo había silencio.

Durante años había sido el pilar de mi familia. Cuando mamá enfermó de Alzheimer, fui yo quien dejó su trabajo como administrativa para cuidarla. Cuando Sergio empezó a suspender en el instituto y a meterse en líos con los amigos del barrio, fui yo quien le acompañó a terapia y le ayudó con los deberes. Andrés siempre estaba ocupado: reuniones, viajes, cenas de empresa… Yo lo justificaba todo. «Es por nosotros», me repetía.

Pero ese día entendí que había estado sola mucho tiempo.

Llamé a mi hermana Marta, la única persona que nunca me había fallado. Su voz al otro lado del teléfono fue como un salvavidas.

—Ven a casa —me dijo—. No tienes que pasar por esto sola.

Esa noche dormí en el sofá del pequeño piso de Marta en Carabanchel. Ella me preparó una tila y me abrazó fuerte. Lloré hasta quedarme sin fuerzas.

—¿Por qué a mí? —susurré—. ¿Por qué después de todo lo que he hecho?

Marta me acarició el pelo como cuando éramos niñas.

—Porque eres demasiado buena, Lucía. Siempre has pensado en los demás antes que en ti misma.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Andrés intentó justificarse: «No es lo que parece», «Ha sido un error», «Piensa en Sergio». Pero yo ya no podía mirar atrás. Mi hijo apenas me hablaba; estaba enfadado con el mundo y conmigo por haber roto la familia. Mi madre no entendía nada; cada día preguntaba por papá o por Andrés, perdida en su propio laberinto mental.

El barrio parecía más gris que nunca. Las vecinas cuchicheaban cuando pasaba por el portal. En el supermercado donde trabajaba a media jornada para sacar algo más de dinero, las compañeras me miraban con lástima.

Una tarde, mientras emparejaba tomates en la frutería, sentí que algo dentro de mí se rompía definitivamente. ¿Qué sentido tenía seguir luchando si nadie lo valoraba? Pensé en marcharme lejos, empezar de cero en otra ciudad… Pero entonces recordé las palabras de mi padre: «Lucía, nunca te rindas. La vida es dura, pero tú eres más fuerte».

Decidí pedir ayuda profesional. Empecé terapia en el centro de salud del barrio. Al principio me costaba hablar; sentía vergüenza y rabia. Pero poco a poco fui soltando el peso que llevaba años acumulando.

Un día Sergio vino a verme después del instituto. Se sentó frente a mí, con los ojos rojos y la mochila tirada en el suelo.

—Mamá… Lo siento —dijo—. No sabía cómo ayudarte.

Le abracé fuerte. Por primera vez en mucho tiempo sentí que no estaba sola del todo.

Con el tiempo aprendí a poner límites. Andrés y yo firmamos los papeles del divorcio sin apenas mirarnos a los ojos. Mi madre fue ingresada en una residencia donde la cuidan como merece. Sergio terminó bachillerato y empezó a trabajar como aprendiz en un taller mecánico.

Yo sigo trabajando en el supermercado, pero ahora estudio por las noches para sacarme el título de auxiliar de enfermería. He conocido gente nueva; incluso he vuelto a reírme alguna vez.

A veces miro atrás y me pregunto si todo este dolor era necesario para encontrarme a mí misma. ¿Cuántas mujeres hay como yo en España, sacrificándose por todos menos por ellas mismas? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta?

Quizá no tenga todas las respuestas, pero hoy sé que merezco ser feliz. ¿Y tú? ¿Cuántas veces has dejado tu vida en pausa por los demás? ¿Hasta cuándo?