Los ojos de una vieja amiga

—¿Marta? ¿Eres tú?—. La voz temblorosa me sacudió como un relámpago. Me giré, apretujada entre desconocidos en el vagón del metro, y allí estaba ella: Lucía, mi mejor amiga del colegio, la que desapareció de mi vida hace más de diez años. Su pelo, antes brillante y largo, caía ahora en mechones desordenados sobre su rostro pálido. Sus ojos, los mismos que reían conmigo en los recreos del instituto, estaban hundidos y apagados.

No supe qué decir. El traqueteo del tren parecía acentuar el silencio incómodo entre nosotras. —Lucía…— murmuré, intentando sonreír, pero la sonrisa se me congeló al ver el morado que asomaba bajo su bufanda.

—¿Tienes prisa?— preguntó ella, bajando la mirada. Negué con la cabeza. Bajamos juntas en la siguiente estación, y mientras caminábamos por el andén, sentí cómo la angustia se instalaba en mi pecho.

Nos sentamos en un banco frío, rodeadas del bullicio de Atocha. Lucía jugueteaba nerviosa con las llaves de su bolso. —No sé por qué te he llamado— dijo al fin—. Supongo que necesitaba ver una cara conocida.

Me atreví a preguntar: —¿Estás bien?—

Ella soltó una risa amarga. —¿Tú qué crees?—

Me contó su historia a retazos, como si cada palabra le costara un pedazo de alma. Se había casado joven con Sergio, un chico del barrio que todos conocíamos. Al principio todo era perfecto, pero pronto llegaron los gritos, los insultos y, finalmente, los golpes. Lucía no tenía a quién acudir: sus padres habían muerto hacía años y sus hermanos vivían lejos. La vergüenza la había mantenido aislada.

—No quiero que nadie lo sepa— susurró—. Me da miedo lo que pueda hacerme si se entera de que hablo con alguien.

Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía haberle pasado esto a Lucía? ¿Cómo no me di cuenta antes? Recordé nuestras tardes en el Retiro, soñando con futuros brillantes y riendo hasta llorar. Ahora ella lloraba de verdad, y yo no podía quedarme de brazos cruzados.

—Ven a casa conmigo— le propuse sin pensarlo—. No tienes que volver con él esta noche.

Lucía dudó, pero finalmente asintió. Caminamos juntas hasta mi piso en Lavapiés. Esa noche apenas dormimos; ella temblaba cada vez que sonaba el móvil y yo no sabía cómo consolarla. Al amanecer, preparé café y tostadas, intentando fingir normalidad.

—¿Y si viene a buscarme?— preguntó Lucía con voz quebrada.

—No voy a dejar que te haga daño— respondí, aunque por dentro sentía miedo. ¿Y si Sergio era capaz de cualquier cosa?

Durante días, Lucía vivió conmigo. Llamé a mi hermana Carmen, abogada, para pedirle consejo. Me ayudó a contactar con una asociación de mujeres maltratadas y juntas acompañamos a Lucía a poner la denuncia. Recuerdo el temblor de sus manos al firmar los papeles y cómo me apretó fuerte cuando salimos de la comisaría.

Pero nada fue fácil después de eso. Sergio empezó a acosarla por teléfono y redes sociales. Una tarde apareció en mi portal gritando su nombre. Llamé a la policía mientras Lucía se escondía en el baño. Cuando se lo llevaron esposado, sentí alivio pero también miedo: ¿y si volvía?

Mi familia empezó a preocuparse por mí. —Marta, te estás metiendo en un lío muy gordo— me decía mi madre por teléfono—. Piensa en tu trabajo, en tu tranquilidad.

Pero yo no podía mirar hacia otro lado. Recordaba las palabras de Lucía: “No quiero que nadie lo sepa”. ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en el silencio por miedo o vergüenza?

El proceso judicial fue largo y doloroso. Lucía tuvo que revivir cada golpe ante extraños. Hubo días en los que quiso rendirse y volver con Sergio solo para acabar con el sufrimiento. Pero juntas encontramos fuerzas donde no sabíamos que existían: en las tardes de risas amargas viendo series en el sofá, en los paseos por el barrio buscando un poco de sol entre tanta oscuridad.

Poco a poco, Lucía empezó a recuperar algo de sí misma. Se apuntó a clases de costura en el centro cultural y conoció a otras mujeres con historias parecidas. Yo aprendí a escuchar sin juzgar y a callar mis propios miedos para dejar espacio a los suyos.

Un año después, Sergio fue condenado y Lucía pudo empezar una nueva vida lejos de él. A veces aún tiene pesadillas y yo sigo mirando dos veces antes de abrir la puerta de casa. Pero hemos aprendido que la vergüenza no es nuestra; es de quienes hacen daño y callan.

Hoy miro a Lucía mientras cose una bufanda azul para su sobrina recién nacida y me pregunto: ¿Cuántas veces miramos hacia otro lado por miedo o comodidad? ¿Cuántas Lucías hay sentadas a nuestro lado en el metro, esperando una mano amiga?