Sin techo en el alma: La historia de Sergio, el niño abandonado en un hospital de Madrid

—¿Por qué nadie viene a buscarme?—. Esa pregunta me la hice por primera vez con cinco años, sentado en una sala blanca del hospital Gregorio Marañón, mientras una enfermera llamada Carmen me ofrecía un zumo de melocotón. Recuerdo el frío de la silla y el eco de los pasos en el pasillo. Recuerdo también la mirada incómoda de los adultos, incapaces de sostenerme la mirada. Nadie sabía qué decirle al niño que había sido dejado atrás.

Mi madre, según me contaron años después, era una chica joven de Vallecas que no pudo —o no quiso— quedarse conmigo. No tengo ni una foto suya, ni una carta, ni siquiera un nombre real: en mi expediente sólo aparece “madre desconocida”. Mi primer apellido es el de la enfermera que firmó mi ingreso. Así empezó mi vida: sin raíces, sin historia, sin nadie que me esperara al salir del colegio.

Fui pasando de casa en casa. Primero, el centro de menores en Carabanchel. Allí aprendí que los abrazos son escasos y las noches largas. Compartía habitación con otros niños como yo: Lucía, que lloraba por las noches; Andrés, que se enfadaba con todo el mundo; y Raúl, que decía que su madre volvería a buscarle algún día. Nos hacíamos fuertes juntos, pero cada uno llevaba su herida en silencio.

A los siete años me asignaron a una familia de acogida en Alcorcón: los Martínez. Al principio pensé que por fin tendría una madre y un padre como los demás niños del colegio. Pero la realidad fue otra. La señora Martínez era estricta y distante; el señor Martínez apenas estaba en casa. Tenían dos hijos biológicos, Marta y Álvaro, que me miraban como si fuera un intruso. Recuerdo una tarde en la que Marta gritó delante de todos:

—¡Tú no eres mi hermano! ¡Sólo estás aquí porque nadie te quiere!

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormido sobre las baldosas frías. Aquella frase se me quedó grabada como una cicatriz invisible.

En el colegio tampoco fue fácil. Los niños pueden ser crueles cuando huelen la diferencia. Me llamaban “el huérfano”, “el recogido”, “el sin padres”. Una vez, durante el recreo, uno de los chicos me empujó y caí al suelo. Nadie vino a ayudarme. Aprendí a levantarme solo, a no esperar nada de nadie.

A los catorce años volví al centro de menores tras una discusión violenta con los Martínez. Me sentí aliviado y culpable al mismo tiempo. Allí conocí a David, un educador social que me enseñó a canalizar mi rabia escribiendo. Empecé a llenar cuadernos con historias inventadas sobre familias perfectas y reencuentros imposibles. Soñaba con encontrar a mi madre algún día, preguntarle por qué me dejó, si alguna vez pensó en mí.

La mayoría de mis amigos del centro acabaron mal: drogas, pequeños delitos, trabajos precarios. Yo tuve suerte: David me animó a estudiar y conseguí una beca para terminar Bachillerato. Pero la herida seguía ahí, abierta y sangrante.

A los dieciocho años salí del sistema de protección sin nada más que una mochila y una carta de recomendación. Dormí varias noches en la estación de Atocha hasta que encontré trabajo como camarero en un bar del barrio de Lavapiés. Allí conocí a Teresa, una clienta habitual que siempre pedía café solo y leía novelas rusas. Un día se me acercó:

—Tienes unos ojos muy tristes, Sergio. ¿Te pasa algo?

No supe qué responderle. Nadie me había preguntado nunca cómo me sentía realmente.

Con Teresa aprendí lo que era el cariño sin condiciones. Me invitaba a su casa los domingos, me preparaba tortilla de patatas y hablábamos durante horas sobre libros y películas antiguas. Por primera vez sentí que alguien me veía de verdad.

Pero el miedo al abandono seguía acechando. Cada vez que sonaba su teléfono o se retrasaba cinco minutos, mi corazón se encogía pensando que también ella se iría algún día sin despedirse.

Hace poco cumplí treinta años. Trabajo como educador social en un centro para jóvenes tutelados en Vallecas. Intento ser para ellos lo que David fue para mí: alguien que escucha sin juzgar, que acompaña sin prometer imposibles.

A veces paso por delante del hospital donde nací y me pregunto si mi madre sigue viviendo cerca, si alguna vez piensa en mí cuando ve a un niño jugando en el parque. He buscado respuestas en archivos, he preguntado a trabajadores sociales, pero sólo encuentro silencio.

La herida del abandono nunca desaparece del todo. Aprendes a vivir con ella, a disimularla detrás de sonrisas y rutinas diarias. Pero hay noches en las que vuelve el eco de aquella pregunta infantil:

—¿Por qué nadie vino a buscarme?

Y entonces me pregunto: ¿Es posible construir una familia desde cero? ¿Puede alguien aprender a querer si nunca fue querido? ¿O estamos condenados a repetir la soledad que nos dejaron como herencia?

¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede sanar alguna vez el corazón cuando ha crecido sin raíces?